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Autora y anfitriona de una de las colecciones de arte más disruptivas del París de principios de siglo. Gertrude Stein no solo revolucionó la literatura con su estilo experimental, sino que fue clave en el descubrimiento y el respaldo de figuras como Matisse, Picasso y Hemingway
Retrato de Gertrude Stein (1906), por Pablo Picasso
La historia cultural del siglo XX no podría contarse sin ella, aunque durante décadas fue una figura más de culto que de consumo masivo. Gertrude Stein, la novelista, poeta, dramaturga y coleccionista de arte estadounidense —fallecida un día como hoy, pero de 1946— no sólo escribió libros que desafiaron los moldes narrativos de su tiempo, sino que construyó, desde las sombras del reconocimiento popular, una revolución artística que modificó para siempre el rumbo de las artes visuales y la literatura moderna.
El nombre de esta autora resuena tanto por su propio genio como por el talento que supo descubrir, nutrir y proyectar desde el epicentro de la vanguardia: su legendario salón de la Rue de Fleurus, en París.
Era 1933 cuando Gertrude Stein se propuso un acto casi radical en su trayectoria como escritora: dejar de lado la escritura hermética que la había caracterizado y apostar por una obra que pudiera ser leída y comprendida por un público más amplio. El resultado fue La autobiografía de Alice B. Toklas, un libro que escribió ella misma pero en voz de su íntima amiga, secretaria y confidente, Alice.
La decisión tuvo efectos inesperados. La obra se convirtió en un éxito de ventas, permitió que el mundo leyera –por fin y con entusiasmo– a Stein, y consolidó su papel como cronista privilegiada de una generación irrepetible. Esa en la que compartían cenas, cuadros y visiones con Pablo Picasso, Henri Matisse, Ernest Hemingway, F. Scott Fitzgerald y Ezra Pound. El texto, que parece una biografía ajena pero que en realidad es una confesión autobiográfica de una mujer formidable, sirvió también como mapa de un tiempo único y como testamento de una vida dedicada a las ideas, las imágenes y los nombres que marcaron una era.
No obstante, ese libro fue apenas la punta del iceberg de una vida de influencia sutil pero poderosa.
Gertrude Stein fue el tipo de figura sin la cual otras, más visibles, no habrían existido. Fue pionera sin necesidad de levantar banderas. Su llegada a París, en 1903, fue menos un acto de destino y más de libertad: había estudiado medicina en Estados Unidos, alentada por su maestro William James, pero se cansó. Se cansó de los corsés físicos y simbólicos de una sociedad que no le dejaba espacio a su mente inquieta y a su identidad lesbiana. París, como para tantos otros espíritus indomables de su época, fue el refugio perfecto.
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Junto a su hermano Leo, comenzó a coleccionar arte moderno en tiempos en los que esos cuadros no cotizaban alto, pero sí prometían. Se trataba de una inversión emocional más que financiera, un modo de alinearse con una sensibilidad estética que aún no tenía nombre. Con el tiempo, los Stein lograron reunir obras de Cézanne, Renoir, Gauguin, Matisse, Picasso, Toulouse-Lautrec y otros. Pero más que la colección, fue el contexto lo que transformó sus hogares en epicentros: sus salones se volvieron santuarios del arte y la literatura moderna. Allí no sólo se miraban cuadros: se gestaban movimientos, se forjaban amistades, se peleaban egos y se moldeaban carreras. Que Matisse y Picasso se conocieran allí no es un dato menor: fue el comienzo de una de las rivalidades más fecundas de la historia del arte.
La mirada de Gertrude Stein sobre el arte no era la del simple gusto, sino la de una comprensión profunda. Supo ver en los planos de color de Cézanne una gramática que luego trasladaría a su escritura: frases repetitivas, estructuras fragmentarias, una musicalidad que se parece más al jazz que a la prosa tradicional. En Three Lives, su primera obra de peso, esa estética ya estaba presente, y no pasó desapercibida. Pero lo cierto es que su estilo fue, durante mucho tiempo, una barrera para la lectura masiva. Sus textos eran difíciles, experimentales, juguetones. En ellos, una rosa no era una flor, sino un signo. Como en la famosa cita: “Una rosa es una rosa es una rosa”.
No todo era armonía en el mundo de Gertrude Stein. Su relación con Leo se fue deteriorando a medida que crecían sus diferencias estéticas. Mientras él apostaba por Renoir y Matisse, ella defendía a Picasso con una pasión inquebrantable.
La ruptura fue definitiva en 1914, cuando su hermano se mudó a Florencia llevándose algunas obras maestras. No volvieron a hablarse, salvo un gesto mudo, muchos años después, cuando se cruzaron en una calle de París y se saludaron sin palabras.
Ese mismo año, el estallido de la Primera Guerra Mundial marcó el fin de una era. Pero Stein no dejó de actuar como radar del talento emergente. Si antes había descubierto pintores, ahora hacía lo mismo con escritores. Hemingway, Fitzgerald, Paul Bowles, todos pasaron por su órbita. Algunos, como Hemingway, no la soportaban del todo, pero la respetaban. Otros la veneraban. El vínculo con el autor de El gran Gatsby fue especialmente fuerte, aunque Stein no era indulgente con ninguno. Sabía detectar la genialidad, pero también sabía señalar sus fallas. Eso no la hizo simpática, pero sí imprescindible.
Compartió cenas y cuadros con Picasso, Matisse, Hemingway y F. Scott Fitzgerald
Durante la Segunda Guerra Mundial, Gertrude y Alice se refugiaron en una granja, llevando con ellas sólo dos cuadros: el retrato que Picasso hizo de Stein y uno de los retratos de la esposa de Cézanne. Era una forma de llevarse consigo lo esencial, lo irremplazable. “Nos estamos comiendo el Cézanne”, dijo una vez, cuando alguien le preguntó por qué sólo esos dos cuadros la acompañaban.
El éxito de La autobiografía de Alice B. Toklas trajo también controversias. Hemingway se enfureció al verse descrito como cobarde. Matisse se ofendió por cómo retrató a su esposa. Braque la acusó de apropiarse del cubismo en favor de Picasso. Y sin embargo, esa avalancha de críticas no hizo más que consagrarla. Dejó de ser una rareza literaria para convertirse en una figura central del modernismo. Y lo hizo sin traicionar su estilo: con frases que giraban sobre sí mismas como una danza abstracta, con estructuras que desafiaban la linealidad, con humor, con furia y con una ternura que sólo se transparentaba del todo en su amor por Alice, con quien compartió casi cuatro décadas de vida y creación.
Gertrude Stein murió en 1946. Para entonces, ya había sido todo: escritora, editora, coleccionista, mecenas, amiga, rival, musa, pionera.
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