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La Ciudad |Sin publicidad ni redes, es un singular punto de encuentro para varias generaciones, y orgullo barrial

“Lo de Raúl”: el templo de la música, el baile y la cocina popular que mueve multitudes

Milonga de ley, bodegón suculento, empresa familiar si las hay, nació en 23 y 43 de los sueños y las manos de Raúl Gaggiotti, ingeniero con alma de bandoneón que sube al escenario a cosechar los aplausos y el afecto de sus parroquianos desde hace décadas

“Lo de Raúl”: el templo de la música, el baile y la cocina popular que mueve multitudes

Blanca, Franco, Raúl y Andrea: lo primero es la familia

Francisco L. Lagomarsino
Francisco L. Lagomarsino

27 de Julio de 2025 | 02:42
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Su nombre y apellido son sinónimos de una manera de hacer las cosas. Allí donde comienza el barrio de La Loma, mirando hacia el oeste del casco urbano platense, es una institución. Un experto en electrónica con sangre italiana y alma de músico, que vive desde siempre en la zona de 23 y 43, donde formó su familia y concretó una vieja aspiración: levantar, con sus propios recursos, un gran salón de baile, un colosal lugar de encuentro, de gastronomía buena y barata, que fue, es, y siempre será para habitués y vecinos “Lo de Raúl”. O “Lo de Gaggiotti”.

Dos veces por semana, la gente se reúne frente a una entrada anónima, sin carteles ni luces, casi como si fuera un garage más del barrio. Pero detrás de ese portón austero se revela un impactante recinto de muchos centenares de metros cuadrados, con largas mesas cubiertas por manteles albos y rojos, tubos fluorescentes, globos multicolores, paños aéreos y una pista de baile que late al ritmo del tango. Los martes por la noche, allí tiene lugar lo que muchos apodan “la milonga más grande del mundo”.

No hay propaganda ni artistas invitados. Nunca los hubo. Tampoco se contratan djs; la gente arma y propone sus listas de canciones, sobre todo en las veladas de dos por cuatro, e incluso opera la consola, con la única consigna de que todo debe ser bailable, toda la noche.

Alta fidelidad

Esta singular movida se sostiene con el boca a boca y la fidelidad del público, que desde fines de los años ‘80 le levanta el pulgar a este templo del encuentro. Los sábados se convierte en boliche de música tropical y romántica. Acuden estudiantes, empleados, turistas, jubilados, noctámbulos, profesionales, solteros y casados... Todos con un impulso común: bailar, escuchar, compartir. Y también cenar: ravioles con tuco, napolitanas con fritas, flan mixto. Platos abundantes, caseros y accesibles.

“Hice este lugar con mis propias manos: los techos, las soldaduras, los cables, el escenario, los baños”, recuerda con orgullo Gaggiotti, ciudadano ilustre de La Plata: “Mi forma de vivir siempre fue demostrar con hechos, con trabajo. Me casé con una mujer que comparte y acompaña, y formamos un equipo. Acá somos una pyme familiar. Sin equipo de familia, en Argentina no hacés nada. Saben que todo esto es de ellos. Me vieron crecer y vieron crecer este esfuerzo desde que era un sueño que se remonta a mi papá”.

Ese legado hoy lo interpreta y continúa Franco Velázquez, nieto y testigo directo del fenómeno. “Lo de los martes fue una sorpresa total. Nunca imaginamos que íbamos a tener el público que hoy tenemos un día de semana, cuando al otro día se trabaja, se cursa o se va a la facultad. La verdad, es increíble. Empezamos la milonga con unas 50 personas después de la pandemia… y no paró de crecer. Hoy tenemos casi mil personas, sin publicidad, sin Instagram, sin flyers. Nada. La gente viene igual”.

“A veces, incluso caen cumpleaños de 60 o 70 personas sin previo aviso. Es una locura hermosa”, admite Franco: “Lo que más llama la atención es cómo se acercan los jóvenes. Muchos no vienen del palo del tango, pero igual se divierten y la pasan bien. Los sábados sigue predominando la gente mayor, que nos acompaña hace años. Pero los martes es otra historia: chicos de 19, 20 años, universitarios que terminan de cursar y se vienen a comer algo, a bailar, a compartir. Mirá: como hay mesas largas, capaz se sienta una persona grande al lado de unos pibes, y empiezan a hablar y se matan de risa juntos, o se sientan diez flacos que no se conocen y terminan siendo amigos... y capaz que después, otro martes, vienen a festejar el cumple de alguno...”

“Todo lo que soy se lo debo a la gente, y siento importante recordárselo cada vez que subo a tocar” expresa Raúl, emocionado: “sólo trato de brindarle un espacio para que se sienta libre, siempre con respeto”.

“Él siempre trabajó para los demás, sin otra intención más que hacer lo que ama. Nunca soñó con hacerse rico con el baile, ni quiso sacar ventaja de eso”, revela Franco: “pero el reconocimiento lo moviliza. Cuando le conté que querían hacerle una nota para EL DIA, se emocionó mucho porque es el diario que lee todas las mañanas, de toda la vida. Así es él”.

LIBERTAD, IGUALDAD, FRATERNIDAD

En el salón, no hay reglas estrictas sobre con quién bailar ni cómo calzar o vestirse. Cada persona puede ir como quiera, y bailar con quien quiera. “No hay discriminación de ningún tipo, y eso se nota”, subraya el staff del salón. “El propio público cuida ese ambiente y lo hace aún más especial”.

“Yo creo que lo que más se valora, y es algo que nos repiten siempre, es que este lugar tiene alma de familia” interviene Franco, quien lleva adelante el negocio junto a su madre, su abuela y su abuelo: “Desde el primer día Raúl decidió que acá no se traen artistas de afuera, porque tendrías que cobrar más la entrada, y a la gente se le complicaría mucho. Jamás vino uno. Eso es parte de la identidad”.

“Empezamos la milonga con unas 50 personas, después de la pandemia… y no paró de crecer. Hoy tenemos casi mil”

Gaggiotti nació el 8 de mayo de 1942 en el corazón de La Loma. Su padre, Ángel, había llegado desde Italia a los 18 años y, tras ser ladrillero, se convirtió en electricista y músico. Fue él quien lo rodeó de radios, transformadores y bandoneones. “Nací rodeado de instrumentos. Mi papá me enseñó a tocar y también me alentó a estudiar Ingeniería Electrónica, a fabricar mis propios instrumentos y a tomar clases de canto lírico”, recuerda Raúl, que a los 20 años ya era bandoneonista en la orquesta de Horacio Del Buono y fue parte del efervescente circuito tanguero de los años ‘60.

En esa década formó su primera banda estable, Los Cuatro Soles, como bajista. Con ellos vivió el vértigo de la fama y también la decepción por los manejos discográficos. Luego creó el grupo Hierba. Y en los ‘80 grabó un disco junto al cantautor Shériko.

En 1988 fundó su salón, por entonces un modesto espacio para reunir amigos. Pero la idea creció, el público también, y fue expandiendo ese lugar hasta convertirlo en lo que hoy es: pista, comedor, escenario, cocina, baños, y sobre todo, aura. Con perfil bajo, sigue chequeando cada detalle. En la cocina, confía en su hija Andrea, En la barra, en su esposa Blanca Servetto. Para lo demás, está Franco. Cuando sube al escenario milonguero, Lucía, su nieta pianista, suma contexto a su bandoneón de influencia troileana pero estilo heterodoxo, innovador.

En vivo es vida

Los sábados, Raúl se convierte en cantante y pianista, acompañado por Franco en acordeón, Lucía en bajo, y Alejandro, el otro Velázquez, en batería. “Acá se derriban las barreras patriarcales y las miradas condenatorias”, asegura el protagonista: “Te podés encontrar con muchachos jóvenes bailando con mujeres de 30 a 80 años, con parejas del mismo género, con profesores y principiantes”.

Las paredes lo confirman: fotos de orquestas míticas, decorados de papel, luces tenues, guirnaldas y buena “vibra”. Sangre joven y veterana, combustible de noches donde se baila, se canta, se come y se ríe. En las que todo está en movimiento. Y todo está vivo.

 

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