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Enrique Zuleta Puceiro
eleconomista.com.ar
La agudización del conflicto institucional que hoy parece extenderse a casi todos los aspectos del sistema político afecta con particular gravedad al Poder Judicial, en cabeza sobre todo de su gobierno: la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Las dificultades actuales de su proceso de renovación no son nuevas. Tenderán incluso a agravarse a medida que se profundicen las dificultades de la democracia argentina para desarrollar políticas de concertación.
La exigencia de mayorías agravadas para los acuerdos en el Senado es un mecanismo que lejos de promover actitudes de consensos alimenta tendencias al filibusterismo y a estrategias extorsivas cada vez más difíciles de administrar.
Un Senado fragmentado en una docena de partidos en guerra permanente difícilmente habilite decisiones pacíficas asistidas por mayorías ilusorias como las postuladas por textos constitucionales pensados para realidades políticas muy diferentes de las actuales. Las dificultades son estructurales y expresan frenos y contrapesos cada vez más difíciles de administrar, derivadas en buena medida del propio formato constitucional del Poder Judicial.
Al igual que en el modelo de origen -la Corte norteamericana-, el supremo tribunal argentino presenta un sesgo político cada vez mas pronunciado. Un sesgo ciertamente indirecto y no partidista, aunque no por ello ajeno a las tensiones y turbulencias de la lucha política.
En el sistema argentino los miembros de la Corte son propuestos por el propio Presidente, sin más requisitos que las formalidades de un proceso mínimo de presentación pública complementado por un acuerdo del Senado -consulta y consejo, reza la tradición-.
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Tanto la propuesta presidencial como la aceptación o rechazo por parte del Senado configuran decisiones políticas absueltas de toda exigencia y compromiso de fundamentación razonable. Se trata de decisiones políticas, en el sentido más pleno de la expresión.
En nuestra práctica institucional, el Presidente está exento de cualquier deber de explicación o fundamentación de sus propuestas. Le basta con proponer y suele hacerlo de un modo cada vez más absuelto de cualquier tipo de control político.
Ello explica y a la vez provoca una respuesta igualmente absolutista por parte de cada uno de los miembros del Senado, que se sienten investidos de una suerte de título para negociar las candidaturas. No basta con que accedan o rechacen a las propuestas. Cada senador se convierte así en un eslabón que pugna por negociar su acuerdo o desacuerdo dentro de una larga cadena de negociaciones que poco tienen que ver con las condiciones personales o técnicas de los candidatos sometidos a su consideración.
Con particularidades propias, nuestro país reproduce procesos en buena medida comunes a los del resto de las repúblicas constitucionales de América Latina y que abarca ya, de un modo cada vez más claro, a experiencias hasta no hace mucho modelo, como la de Estados Unidos y la de la mayor parte de las democracias avanzadas.
Al igual que en Estados Unidos, dadas las características de la representación expresada en el Senado, es ya natural que los nuevos magistrados sean propuestos por presidentes que, como Javier Milei o el resto de los presidentes de la región, sean en realidad expresión de minorías electorales triunfantes gracias a la acumulación casual de votos en segunda vuelta. Carentes por lo tanto de mayor respaldo tanto territorial como de representación en el Senado.
Su único soporte pasa a ser la voluntad discrecional del presidente, con el concurso efímero que lo acompañó en el momento de la propuesta. Designados de por vida, los magistrados deben así sobrevivir en un paisaje institucional previsiblemente hostil y bajo circunstancias cada vez más cambiantes, a medida que la Corte gana en protagonismo activo en el proceso político posterior.
Los estudios sobre la Corte estadounidense señalan con alarma creciente el efecto sobre la opinión pública de esta divergencia entre las mayorías electorales y la composición de la Corte Suprema. La imagen de divergencia interna y de polémica abierta al interior de la Corte redunda en su crisis de credibilidad pública, ante una opinión cambiante sobre todo de cara a las cuestiones de mayor relevancia institucional en la agenda pública.
El postulado de la naturaleza contra mayoritaria del Poder Judicial atraviesa así por cuestionamientos cada vez mayores. A los conflictos internos se suman la imagen de conflicto con las tendencias sociales y, sobre todo, la pretensión de las cartas de reservarse la “última palabra” en las cuestiones sometidas a su consideración.
Las dificultades tienden a acrecentarse cuando, en el plano de la dinámica electoral efectiva, el juego de mayorías y minorías tiende a acelerarse a un ritmo vertiginoso. El resultado es, por lo general, el de Cortes cada vez más conservadoras en conflicto con sociedades cada vez más liberales. Es natural, en la medida en que el sistema electoral fabrica constantemente mayorías y minorías artificiales y cambiantes.
En escenarios de fragmentación creciente de los calendarios electorales y de las fuerzas políticas, la política judicial se ve arrastrada a posicionamientos cada vez más complejos.
El fuerte sesgo contra mayoritario natural de las instituciones judiciales tiende así a reforzar la inclinación privilegiada hacia la regla de la minoría. Un arsenal cada vez más importante de instrumentos y medidas contra mayorías contribuye al desequilibrio creciente del sistema. Los partidos y minorías tienden así a abusar de la protección que les brindan las instituciones. Desafían las leyes de la gravedad política y escalan los intersticios institucionales del sistema político.
Desaparece así la indispensable función correctora del mercado político. Las elecciones pierden su papel equilibrador y operan una suerte de discriminación inversa, alimentado por instituciones contra mayorías.
El panorama expuesto se ve agravado en sistemas constitucionales como el argentino que carece de disposiciones normativas que regulen los conflictos entre poderes. Es un campo librado a la decisión de las propias cortes supremas, que pasan a auto atribuirse el monopolio de la competencia y el contenido de su jurisdicción.
En una democracia nadie puede atribuirse la última palabra, lo cual explica en buena medida el arrastre de la crisis y la profundización de un conflicto sin árbitros ni reglas de juego y desde todo punto de vista impredecible.
“En una democracia nadie puede atribuirse la última palabra”
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