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Juan Fragueiro Aramburú
La primera vez que dejé Argentina para residir temporalmente en el exterior fue en 2010, década en la que el programa “Work and Travel” comenzó a cobrar mayor publicidad entre la gente en edad universitaria. La propuesta llegó de mano de un amigo que no quería viajar solo y sabiendo que yo, eventualmente, aspiraba a “conocer el mundo” me planteó el desafío de acompañarlo durante el receso académico de ese verano. Con la curiosidad e inquietud características de un auténtico millennial, tras haber contemplado los requisitos del caso, decidí aceptar la -para aquel entonces- inusual invitación, suspender mis estudios por un tiempo limitado y viajar. Contando con el sostén y la confianza de mis padres, tíos y abuelos, para el final de la primavera y con veinte años había recabado el dinero necesario para afrontar los gastos mínimos iniciales.
Como muchos sabrán, el esquema del programa “Work and Travel” consiste en adquirir una visa laboral y pasar una temporada de trabajo (“work”) en un país extranjero mientras se generan los recursos financieros suficientes para, durante el período de validez del permiso, auto sustentarse y viajar (“travel”) por distintas ciudades. Mi destino de origen fue el Estado de Colorado, Estados Unidos, popular por sus centros de ski. Clasificar la experiencia de viajar solo, independizarme económicamente de la noche a la mañana y valerme por mis propios medios en todo aspecto imaginable -y en un idioma extranjero- como “una aventura increíble”, sería subestimar enormemente la naturaleza de los hechos. En este sistema legalmente organizado y económicamente estable, todo era novedoso, sorprendente y estimulante. La semana laboral en Keystone duraba entre 35 y 40 horas, con la posibilidad opcional de escoger horas extras para quienes preferían engrosar el cheque quincenal en lugar de explorar la montaña esquiando; el forfait diario para empleados, por supuesto, estaba cubierto por la empresa. Mis días se pasaban de la forma más entretenida, entre cocinas de producción y atención al público. Se esquiaba por la tarde o por la mañana en los días libres. Algunos fines de semana íbamos a Denver, capital de Colorado. En esta época conocería el rigor de un contrato laboral en Estados Unidos, la responsabilidad y el compromiso de ambas partes de mantener la palabra. Los pagos eran puntuales y precisos. Al final de la temporada, tras haber hecho amigos de más de diez países, decidí invertir enteramente mis ahorros en viajar. Mamá siempre había dicho: “El dinero mejor invertido es aquel usado en viajes”. En un mes conocí Denver, Los Ángeles, San Francisco, Las Vegas y Nueva York -mi ciudad predilecta- en donde pasé quince días. Años después volvería a la Gran Manzana para instalarme definitivamente. Mis primeras impresiones del mundo desarrollado a tan corta edad moldearon definitivamente mis estándares previos y en cierta manera malcriaron a quien toda la vida había crecido en un contexto latinoamericano; la estabilidad económica en la que ahora vivía, la seguridad laboral, el respeto a los contratos, la infinita oferta del mercado en prácticamente todas las áreas, la posibilidad de planificar a futuro, disponer de tiempo libre, ahorrar y/o consumir bienes y servicios, la amabilidad -o como mínimo cortesía- de la gente como norma general, etc., fueron placeres a los que me adapté muy rápidamente. Por otro lado, la sensación de inseguridad en la calle aquí no tenía lugar: el respeto hacia la ley no era negociable.
Mamá siempre había dicho: “El dinero mejor invertido es aquel usado en viajes”
La magnitud de la impronta que dejó ese primer viaje de cuatro meses fue tan impresionante que tuve que repetirlo casi de inmediato. Sin ánimo de percutir el tambor de la política partidaria - si bien creo y distingo que todo acto humano es político - siempre cuento el recordar crecer con mamá diciéndome: “Hay que quedarse y luchar por el país”. Para mi segundo viaje hacia el Primer Mundo, ese tambor había dejado de sonar hacía rato. Siempre tuve cariño por mi tierra y respeto por su historia, admiración por su recurso natural y pasión por su excepcional, incomparable y mundialmente reconocido recurso humano; lo que nunca tuve fue nacionalismo ciego. A los veintitrés años no estaba dispuesto a regalarle al estrés y a la fatiga mis mejores años. Volví a Estados Unidos, me establecí en Nueva York y, en 2019, volví a armar las valijas, pero esta vez el destino era Europa.
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