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Las mágicas películas del realizador japonés se mostrarán durante los domingos de verano, desde esta noche, en el Islas Malvinas, con entrada libre y gratuita
Pedro Garay
pgaray@eldia.com
El 15 de junio de 1985, el éxito de “Nausicaa”, largometraje animado firmado por Hayao Miyazaki, fue tan rotundo que al cineasta le dieron “carta blanca” para hacer lo que quisiera. Entonces, junto a Isao Takahata, otro nombre entonces ya destacado de la animación japonesa, y Toshio Suzuki, fundaron Studio Ghibli, la mítica productora de animación que ha entregado desde entonces clásico tras clásico con el sello distintivo de la casa: una imaginación desbordante, un estilo artesanal y una serie de historias personales y conmovedoras.
El cine de Miyazaki coquetea hace tiempo con salir de su estatus de culto en Occidente, con algunos estrenos en salas comerciales, pero, finalmente, permaneciendo como un secreto de muchos: Geoffrey Wexler, jefe de la pata internacional de Ghibli, lo atribuye a una triple “extranjeridad”: el estilo artesanal del estudio colisiona con lo que hoy se concibe en este lado del mundo como animación (básicamente, animación hecha con computadoras); las historias son complejas, “no explican mucho, dejan abiertas interpretaciones para la audiencia”; y, en la misma línea, “los personajes no se pueden clasificar como buenos y malos; quizás son amables, pero tienen que hacer algo que resulta poco atractivo. Tienen una ambigüedad que confunde nuestras expectativas”.
En los viejos días del VHS, este “secreto” se pasaba de mano en mano, como el tesoro de una cofradía exclusiva. Ese tesoro, esos tesoros, podrán verse desde hoy, cada domingo a las 20, con entrada gratuita y al aire libre, en el patio del Centro Cultural Islas Malvinas, 19 y 51, como parte de una retrospectiva dedicada al maestro nipón.
En el marco del Cine Select Móvil, comenzará esta noche (no se suspende por lluvia) el ciclo con “Mi vecino Totoro” (1988), la tercera película realizada bajo el paraguas del estudio. La retrospectiva continuará durante todo febrero, cada domingo a las 20, mostrando “El viaje de Chihiro” (2001), “El castillo vagabundo” (2004), la joya “Porco Rosso” (1992) y una de las cintas menos apreciadas y más preciosas del estudio, “Ponyo en el acantilado” (2008).
Una breve descripción de cada título revela la amplia paleta de historias y temas con las que pinta Miyazaki: dos niñas se hacen amigas de un espíritu del bosque mientras su madre está enferma en “Totoro”; una chica de diez años llega a un mundo fantástico donde sus padres son convertidos en cerdos y debe luchar por liberarse y recuperar su nombre en “El viaje de Chihiro”; una joven víctima de una maldición pide ayuda a un mago en “El castillo vagabundo”; un cerdo aviador que combate la piratería en la costa del Adriático batalla contra un aventurero contratado para eliminarlo en “Porco Rosso”; y un chico de cinco años se relaciona con una princesa pez que ansía convertirse en ser humano en “Ponyo”.
Pero aunque las historias que cuenta el estudio sean variadas, todas están unidas por su ritmo sosegado, sus silencios, sus mundos mágicos por momentos surrealistas (y hasta aterradores), la fascinación por la naturaleza, la convivencia traumática entre tradición y modernidad y un modo artesanal de producir que trasciende lo formal y se convierte en emoción.
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“La atención al detalle y la calidad de los dibujos a mano alzada conmueve a personas de cualquier edad. Sus películas son similares a hermosas canciones: puede no saber qué es lo que te está conmoviendo tanto, pero te conmueve”, opina al respecto Wexler sobre esa magia imposible de puntualizar del cine de Miyazaki.
“La característica saliente del trabajo de Miyazaki”, agrega la mano derecha de Miyazaki, Kitaro Kosaka, “es que se transfiere a sí mismo a lo que dibuja. Un proverbio japonés dice que ‘no debes tallar al Buddha sin poner tu alma en ello’”, y esa entrega total es la que ha caracterizado la carrera del cineasta.
La metáfora del escultor le sienta: aunque existe en sus historias un boceto de guión sobre el que todos trabajan, Miyazaki termina por delimitar situaciones y diálogos “según le dicta el mármol”, es decir, cuando ya dibuja la escena en cuestión. Esto solo es posible por el control total del director sobre su obra: tradicionalista, recién en 1997 permitió el uso de computadoras para animar, y siempre de manera limitada, lo que significa que cada cuadro de sus obras es dibujado a mano; y no es un ejército de animadores los que dibujan cuadro por cuadro, sino él mismo en compañía de un pequeño grupúsculo de confiables ayudantes que conforman la pequeñísima Ghibli. Para su épica “La Princesa Mononoke”, dibujó 80 mil de los 100 mil cuadros él mismo.
Pero a los 77 años, emplear tanto tiempo frente a la hoja en blanco puede resultar un proceso física y mentalmente desgarrador. Por eso, Miyazaki anunció en varias ocasiones su retiro: en la última, en 2014, el cineasta admitió que ya no podía realizar una película como lo hacía cuando tenía 20 años, pasando noches en vela y terminando una cinta en meses. “Mi equipo y yo éramos jóvenes y solíamos pensar que producir estas películas era algo que se hacía una vez en la vida. Yo no tenía problema en perder horas de sueño. Pero no puedes pedir trabajar a ese ritmo siempre, porque la gente se hace mayor y tiene que elegir entre el trabajo o su familia”, afirmó entonces Miyazaki. “Han pasado cinco años entre mis dos últimas películas. La siguiente no la podría estrenar hasta dentro de seis o siete años, yo ya tendría prácticamente 80 y estaría agotado”, dijo entonces.
Pero si bien este proceso artesanal es locura, también es vida y sentido para Miyazaki, que decidió salir del retiro, primero para experimentar con la forma digital en un corto para el Museo Ghibli, “Boro la oruga”, tras lo cual decidió regresar definitivamente para un ¿último? largometraje, “¿Cómo vivís?”.
“Es mejor morir mientras estoy en ello, que morir sin hacerlo”, le explicó a Suzuki, su histórico productor, y admitió que durante la producción del corto ha pasado de verse a sí mismo como “un viejo jubilado” a “sentir que resucitaba” mientras dibujaba con una “tablet” y trabajaba con los miembros más jóvenes de Ghibli.
Es esta dualidad respecto a su arte la que se refleja en la que se suponía era su carta de despedida, “Se levanta el viento”, que puede leerse como una autobiografía de Miyazaki. Biografía de Jiro Horikoshi, que diseñó dos aviones utilizados por el Imperio japonés en la Segunda Guerra Mundial, la historia no solo refleja una vida, la del cineasta, pasada apasionadamente frente a la hoja de dibujo, sino la desgarradora relación con la tarea, exhaustiva y también traicionera: Jiro amaba el milagro del vuelo, pero terminó construyendo máquinas de matar.
“El tema común en nuestras cintas es la tenacidad. Se tratan de chocar con desafíos que no esperabas y encontrar fuerzas que no sabías que tenías: y ciertamente necesitas eso en la animación dibujada a mano. Es una tarea larga y ardua: ‘Se levanta el viento’ llevó cinco años”, cuenta Wexler, un proceso revelado en el maravilloso documental “The Kingdom of Dreams and Madness”, retrato perfecto de la pasión y la locura del método Miyazaki.
“Se levanta el viento” debía ser el adiós de Miyazaki, que ponía en suspenso el futuro del Studio Ghibli: el cineasta afirmaba que era deber de los productores encontrar nuevas voces para que el estudio continúe con su legado, algo que intentaron con gran éxito con su primera producción europea, la hipnotizante “La Tortuga Roja”; sin embargo, en los días que siguieron al retiro del director, Kosaka ya decía que “Ghibli existe para crear películas de Miyazaki. Su filosofía y el modo en que vive están conectadas en un nivel fundamental con su trabajo, y su actitud hacia todo se refleja en sus personajes. Es como ver a un niño duibujando, y realizando a la vez sus propios efectos de sonido”. El futuro de la máquina de hacer pájaros, luego de que Miyazaki estrene su último proyecto pisando los 80 años, asoma así incierto: los milagros artesanales, en este mundo mecánico, tienen siempre fecha de caducidad.
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