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Lejos de ser simples episodios aislados, son una señal potente del cuerpo y la mente que demanda atención. Escuchar y comprender es fundamental para que quienes los sufren puedan salir del círculo de miedo y empezar a recuperar el control
En medio de una sociedad atravesada por el estrés cotidiano, la incertidumbre y la hiperexigencia, los ataques de pánico se han convertido en un fenómeno cada vez más frecuente. El doctor en Psicología y docente Flavio Calvo explicó que cuando se habla de un ataque de pánico se hace referencia a “una serie de sensaciones físicas que se desatan en la persona como respuesta ante una situación que se considera una amenaza”. En esos momentos, el cerebro activa una respuesta biológica ancestral: se libera adrenalina, lo que genera un aumento en el ritmo cardíaco y una respiración agitada que oxigena las extremidades del cuerpo, preparándolo para una potencial pelea o huida. Esa cascada de reacciones fisiológicas también puede incluir insomnio, fatiga, dolores de cabeza o de estómago y adormecimiento de extremidades. Lo más alarmante, sin embargo, es que muchas veces quienes atraviesan estas crisis interpretan esos síntomas como una amenaza grave, incluso como una experiencia cercana a la muerte, lo que intensifica aún más el cuadro.
Según Calvo, el ataque de pánico tiene una duración relativamente breve: “la adrenalina liberada en el cuerpo suele durar entre diez y veinte minutos”, pero para quien lo sufre, la experiencia se vive como si fuera interminable. Esta disociación entre el tiempo real y la percepción subjetiva del episodio es uno de los elementos que hacen tan angustiante el tránsito por estas crisis.
“Se produce cuando las sensaciones de la ansiedad superan un umbral aceptable de una persona”
A menudo se confunden los ataques de pánico con los de ansiedad, pero el especialista remarcó sus diferencias. La ansiedad, explicó, es una respuesta natural del organismo frente a un peligro, “una sensación necesaria para la supervivencia del ser humano”. El problema surge cuando esa respuesta se vuelve patológica: cuando la persona interpreta de manera constante que está en peligro y que el entorno la supera. En esos casos, la ansiedad se vuelve crónica y se manifiesta a través de pensamientos intrusivos o rumiaciones relacionadas con el pasado o el futuro. A diferencia del ataque de pánico, que es repentino y agudo, la ansiedad puede extenderse en el tiempo y volverse parte de la vida cotidiana. “El ataque de pánico se produce cuando las sensaciones de la ansiedad superan un umbral aceptable para la persona y comienza a sentir miedo a enloquecer o a morir”, agregó Calvo. También aclaró que, desde el punto de vista médico y psiquiátrico, el término correcto es “ataque de pánico”, ya que en los manuales de diagnóstico no existe el concepto de “ataque de ansiedad”.
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Uno de los grandes desafíos que enfrentan quienes ya han sufrido un ataque de pánico es el temor a que vuelva a ocurrir. Esa hipervigilancia puede convertirse en un gatillo que, paradójicamente, desencadene un nuevo episodio. “Cuando una persona se dice a sí misma ‘no quiero tener un ataque de pánico’, está pensando y rememorando ese ataque y, de esta manera, reproduciéndolo”, advirtió Calvo. Por eso, propone modificar ese diálogo interno por frases que empoderen a quien atraviesa la crisis: “ya me pasó y sé que puedo superarlo”, “puedo gestionar mis emociones”, “sé que es solo una sensación que puedo aprender a gestionar”. En ese sentido, también subrayó la importancia del entorno cercano, que puede acompañar con empatía y sin subestimar lo que está ocurriendo. “Aunque breve, la situación va a ser intensa, y recordándoles estas frases pueden acompañar mejor”.
Respecto al tratamiento, Calvo consideró que la medicación debe ser una última opción. “Como el ataque de pánico tiene que ver con cómo interpreta la persona la realidad, acompañarla hacia una nueva interpretación del ambiente que la rodea y brindarle herramientas como la respiración, el mindfulness o las autoinstrucciones es clave”, sostuvo. Desde esa mirada, es posible desarrollar una mejor relación con la ansiedad para evitar que escale hasta niveles patológicos.
En cuanto a las causas, el especialista descartó que haya una base exclusivamente genética. En cambio, apuntó a patrones de conducta aprendidos: “Más que hereditaria, diría que hay patrones de conducta aprendidos que hacen que una persona desarrolle más ansiedad y esté más predispuesta a vivir ataques de pánico”. Un ejemplo son las personas sobreprotegidas en la infancia, quienes pueden haber incorporado un temor exagerado al entorno y sentirse amenazadas con mayor facilidad.
También abordó el caso de los niños, en quienes los síntomas son similares a los de los adultos, aunque pueden expresarse de forma más conductual, como la irritabilidad o el enojo constante.
En estos casos, Calvo recomendó prestar atención al contexto familiar, ya que “cuando un niño siente ansiedad, es importante tener en cuenta que está recibiendo ese aprendizaje del entorno”. Por eso, destacó la necesidad de que toda la familia pueda trabajar en un espacio terapéutico lo que sucede en esos vínculos, y entender que ese niño está evidenciando, a través del síntoma, algo que necesita ser revisado.
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