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Ocurrencias: fiaca sanadora

Ocurrencias: fiaca sanadora

Alejandro Castañeda
Alejandro Castañeda

9 de Noviembre de 2025 | 03:41
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En este mundo recalentado de expectativas y urgencias, los románticos aseguran que hay un retorno al poder fantástico de la charla y la pereza. Y exaltan el crecimiento de una filosofía sanadora que busca su remedio en el “No hacer nada”. La norteamericana Constance Kassor –informa una nota- profesora en la Universidad de Lawrence, presentó un curso llamado “Cómo no hacer nada”. Se convirtió, inmediatamente, en el más popular de la universidad. ¿Por qué? Evidentemente los estudiantes quieren aprender a gestionar el estrés, relajarse, desconectarse, descansar. Allí se enseña “que la productividad por sí sola no es necesariamente buena”, que hay que saber saborear las esperas y no estar respondiendo a toda hora a la demanda agotadora de la pura acción. “Las clases –dice el informe- incluyen caminatas de 30 minutos por el campus sin mirar el celular ni hablar con nadie”. Es un divague creativo que no pide nada, un boludeo bien inspirado y discreto que sirve para sondear el vacío, “cargar pilas” y asumir la altísima misión de estar sin hacer nada y poder “andar sin pensamiento”, como dice el tango.

El libro de Carl Honoré, “Elogio de la lentitud”, ha enaltecido esta sublimación del ocio sanador. Propone dejar que la vida suceda, sin pedirle algo, aprender a que el No hacer nada tenga un lugar en la agenda del vivir. Cuenta Honoré que la palabra aburrimiento no existía hace siglo y medio. El reproche que uno se hace cuando está sin hacer algo, es la presión de una modernidad que nos impone metas exigentes y esfuerzos suficientes para alcanzarlas. “Quemamos los días en la hoguera de la agitación, en vez de vivirlos”. Parar no es perder el tiempo, sino recuperarlo. Por eso el no hacer nada, sin culpa, se asume como una conducta memorable que en su descansada deriva ennoblece el bostezo y la vagancia.

El “No hacer nada”, explican, no es aburrimiento, es un sano estado de disponibilidad: mientras dura, el hombre se recupera y resguarda, deja que la pereza cumpla su parte, le da vacaciones a sus asuntos y disfruta el poder estar un rato sin planes, atado a la buena idea de un distanciamiento provechoso, lejos de cualquier sentido utilitario. Heidegger le dedicó un montón de páginas a ese “ahora detenido” que, según él, constituye el aburrimiento, un conducta que excluye lo productivo y que es tiempo en estado puro, el momento en que sentimos que la vida transcurre como si el tiempo no quisiera pasar.

Un éxito similar ha tenido otro relato de nombre parecido: Elogio de la pereza. Su autor, Tom Hodgkinson considera su obra “el manifiesto definitivo contra la enfermedad del trabajo”. Desde allí suscribe la decisión del grupo anarquista Decadent Action de hacer a un lado los deberes e instaurar el lunes como “el día para llamar al trabajo, decir ‘estoy enfermo” y dedicarlo a poder aburrirse con ganas.

Exaltan el crecimiento de una filosofía sanadora que busca su remedio en el “No hacer nada”

Antes, los padres no sentían la obligación de entretener a sus hijos. Ahora hay como un terror al ocio, al aburrimiento infantil. Los chicos miran y eligen ante un batallón de ofertas que los tiene pendientes de horarios, pantallas, tareas y cursos, sobreocupados por un presente con más consignas que juegos. La escritora norteamericana Brigid Schulte, confiesa que ella “también sentía que en su tiempo libre tenía que estar haciendo algo que valiera la pena, leer, hacer ejercicio, mejorarse... Es lo que los investigadores llaman ocio intencional. Lo pasaba mal dejando que el día pasara”. Frente a eso, el movimiento No hacer nada aspira a postergar las obligaciones y recuperar la calma para saborear un rato de vida sin agendas. Milena Busquets dice que aprendió a aburrirse. “Me aburro de casi todo, incluso de las cosas que me apasionan, como leer o ver películas, pero nunca me he aburrido de no hacer nada”.

El mundo, como siempre, vive sobresaltado. Es tan poco lo que podemos ayudarlo, que más vale refugiarnos cada tanto en un no hacer nada y aceptar que la realidad se encargue de pasar en limpio lo que puede. La voz inolvidable y sufrida de la Pizarnik, desde su oscuridad alumbra un camino: “hacer la plancha en las aguas de la vida”.

 

 

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