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Miriam Godoy vive en Ringuelet. Hace casi dos décadas, dos de sus hijos cayeron en el consumo de drogas. Se recuperaron. Y eso la impulsó a crear una red de madres en todo el país, que se ayudan a encontrar la salida al peor de los laberintos. Ésta es su historia
Alejandra Castillo
acastillo@eldia.com
Desde hace 17 años funciona una red nacional de madres que se enfrentan a uno de los desafíos más difíciles para cualquiera en su situación: la adicción de un hijo. Son unas 300 distribuidas en distintas provincias, alrededor de 70 de las cuales son de La Plata. De hecho, una de las impulsoras de Madres Guerreras contra las Adicciones -así se llama el grupo- fue Miriam Godoy una vecina de Ringuelet que, tras vivir aquel calvario con dos de sus hijos, decidió poner su propia experiencia al servicio de otras familias. Es que estuvo ahí, sabe lo que se siente y padece, de las tantas puertas que hay que golpear antes que alguna se abra y de la necesidad de contención en los momentos más duros.
“Alguna vez llegué a pensar en pegarle un tiro a mi hijo y matarme; otra vez tuve que encadenarlo. Y todo eso es terrible”, recuerda Godoy, cuyos dos hijos varones comenzaron a consumir cuando tenían 15 y 16 años. Reconoce que entonces “no sabíamos cómo se hacía para ayudarlos a confrontar esto, ni tampoco de qué se trataba”.
Lo que tenían perfectamente claro es que “se vivían situaciones angustiantes”. Fue a partir de la internación de uno de sus hijos y el complicado pero firme proceso que atravesó antes de salir del consumo, que otras familias se pusieron en contacto con Miriam para encontrar las respuestas a preguntas que ella misma se había hecho. “Pasó el tiempo, lo veían bien a mi hijo y así arrancamos”, cuenta ella.
Los problemas en la casa de Godoy habían comenzado mucho antes, sobre todo a partir de la separación con su esposo. “Quedaron mis hijos solos -recuerda-; me dedicaba a trabajar todo el día y ellos estaban un poco a la deriva después del colegio, hasta que yo volvía a la noche”. Eso hizo que no llegara a detectar el primer contacto de los chicos con la droga, ni el modo en que se iniciaron en el consumo. En cuanto a la adicción, tampoco fue tan simple de advertir.
“Le empecé a encontrar porros al mayor cuando tenía 17 años. Era chico, pero ahora es todavía mucho peor, porque hay nenes que empiezan muy chiquitos”, revela Miriam, en contacto permanente con situaciones tan o más graves que aquella. En una primera aprehensión policial con cigarrillos de marihuana, el joven le dijo a su madre que no eran suyos. “Y le creí”, confirma ella.
De a poco, otras situaciones que fue viviendo la ayudaron a caer en la cuenta de la gravedad del problema, hasta que “se desbordó todo”, dice. “Ya no era porro. Eran pastillas, pastillas con alcohol y finalmente cocaína”. Mientras todo eso pasaba, Miriam era testigo de la dramática metamorfosis de sus hijos, que pasaron de ser “chicos cariñosos, amigables y charlatanes” a “excluirse de la conversación, del grupo, de la mesa”.
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El primer recurso al que apeló fue la terapia familiar, cuando creían que sólo consumía el hijo mayor.
“Me decían que un porro era normal; que no era tan grave ni agresivo. Que si ‘era recreativo no pasaba nada’. Pero fue un abrir y cerrar de ojos. Cuando quise acordar, ya tenía a mi otro hijo tomando cocaína también. El entorno les dio la facilidad de conseguir y de probarla”.
Sigue su relato Miriam: “Ahí se desató el infierno total, porque no terminaba con uno que ya tenía al otro muy mal. Una familia rota”.
Entre tanto caos y confusión, Godoy pudo entender por qué “el entorno” lo mantenía en aquel ambiente de consumo permanente: “Me di cuenta de que era el soldadito y fue algo tristísimo. Por un lado, la desilusión y el desaliento de saber que tus hijos te roban o te faltan el respeto, pero también asumir que perdieron o rompieron los valores que les enseñé. Terminaron delinquiendo y fueron detenidos por algunos días, a pesar de “ser pibes que estaban trabajando”, acota.
Miriam hace mucho hincapié en esto. En su caso, sus hijos pudieron “revertir la situación y hoy son personas de bien”, pero “muchos otros terminan presos de por vida”. O peor.
Miriam no deja de ver a sus hijos en esos pibes que “se vuelven zombies”, sin más expectativas que esperar la muerte. Es por eso que ella y sus compañeras de la ONG no dudan en ir a rescatarlos a la hora que sea, sin importar dónde estén: “Nosotras no tenemos miedo, el miedo es a que se muera un hijo; esto es prevención”, aclara.
De hecho, ella misma se enfrentó con el “transa” que le proveía la droga a su hijo y le ofrecía su casa para poder usarlo como “soldadito” cada vez que lo necesitara.
“Un día me fui con un bidón de nafta porque sabía que uno de mis hijos estaba durmiendo ahí. Se había quedado toda la noche y no aparecía. Golpee la puerta, le pedí que le dijera que saliera porque no quería verlo con una sobredosis y empecé a rociar la casa con nafta. Le dije: ‘si se muere él, nos morimos todos’. Y cuando ven a una persona exaltada o loca de miedo, les hace ruido tener un problemón en la puerta. No quieren hacerse visibles”, cuenta.
Con esa tremenda intervención, Godoy logró su objetivo, aunque no tuviera muy en claro qué hacer después, ni dónde llevar a su hijo. En aquel momento resultó de mucha ayuda la intervención de su obra social (la de maestranza), porque ella trabajaba en blanco y pudo ingresar a su hijo menor en una comunidad terapéutica con el tratamiento adecuado. Logró también judicializarlo, cuando el mayor “estaba en la misma situación”, explica.
Contó para ello con el asesoramiento de la comisaría de su zona y un juzgado de familia, “con una empatía que no siempre se encuentra”, aclara, sin pasar por alto el laberinto que puede implicar el no conseguir “una patrulla o una ambulancia que lo traslade a un hospital para saber si tiene un criterio de internación”.
Tuvo a su favor que en aquel tiempo no estaba vigente todavía la Ley de Salud Mental que tanto cuestionan las familias de personas con adicciones, siendo la madre de Chano Moreno Charpentier la cara más visible de un reclamo que lleva años.
“A veces no sabemos cómo hablar, ni escuchar. Vivimos aceleradas y con padres ausentes en muchos casos”
“Entonces no era tan complicado”, admite Godoy; “porque esta ley obliga a que la internación sea por voluntad (de quien consume). En mi caso, el juez tomó dimensión y exigió el alta médica de parte del equipo interdisciplinario de una comunidad terapéutica cerrada, antes de confirmar que mi hijo estaba recuperado”, resalta. Y suma: “De todos modos sabemos que esto dura para toda la vida”.
Su hijo menor hizo el tratamiento en una comunidad de Monte Grande, donde, además, lograron recomponer el vínculo familiar en un proceso que no fue sencillo, pero con una recuperación que convenció a otras mujeres de tomar contacto con Godoy para pedirle orientación en la puerta del laberinto.
“Yo asesoraba desde mi propia experiencia, sin tener la capacidad y el estudio que tenemos ahora para poder acompañar a otras familias”, dice, aludiendo a ese calvario al que lo define una palabra, por encima de cualquier otra: miedo.
“Los miedos son diarios y extremos. Miedo al transa, a la policía, a que mate, muera o termine preso. Terror a que sufra una sobredosis o tener que bajarlo de una soga porque se quiere suicidar. Hemos bajado a nuestros propios hijos y hemos visto ahorcados a los hijos de otros. Por eso acompañamos, por los momentos feos que vivimos”.
Consciente de este proceso que nunca se termina del todo, Godoy celebra que sus dos hijos “están bien, pudieron salir y tienen sus familias y trabajos. Uno tuvo muchos altibajos, pero lo bueno es que en este grupo tenemos herramientas para apuntalarlos”.
Miriam Godoy. En la redacción de El DIa
Integrantes del grupo de madres guerreras contras las adicciones
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