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AFP
Mariano Pérez de Eulate
mpeulate@eldia.com
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El escándalo por la denuncia de violencia de género que involucra al expresidente Alberto Fernández estalló en la política vernácula con la potencia de una bomba que sorprendió a la clase dirigente, no tanto por el personaje -que venía transitando una suerte de parábola descendente desde antes de dejar el gobierno- sino por el momento de la explosión.
Aparentemente el peronismo no vio venir las revelaciones sobre el último presidente propio que puso en la Casa Rosada, gestión inevitablemente teñida de la impronta kirchnerista dentro de ese movimiento por su origen pre-electoral: el dedo de Cristina Kirchner designando a su exjefe de Gabinete como candidato presidencial, allá por mayo de 2019. Los esfuerzos denodados que viene haciendo la tropa cristinista desde hace mucho tiempo, no menos de dos años, por despegarse de Alberto F. no alcanzan para evitar el impacto simbólico y político que hubo allí por las fotos de Fabiola Yáñez maltratada, difundidas la última semana.
El gesto de mayor separación pública explícita que exploró Cristina respecto de Alberto desde que ambos dejaron el poder, hace de eso ocho meses, llegó el último viernes. Fue cuando se refirió vía redes sociales al episodio violento, que a esa altura se había convertido en un hervidero y demandaba su pronunciamiento como líder del espacio.
“Alberto Fernández no fue un buen presidente”, dijo por primera vez, sincerando un pensamiento que todo el mundo sabía que ella tenía. Luego expresó su solidaridad “con todas las mujeres víctimas de violencia de género” (no lo personalizó en la ex primera dama) y, de paso, le pegó a la prensa. Un viejo hábito de la ex Vice y dos veces mandataria.
Lo dicho: Unión por la Patria sintió el impacto político de las fotos malditas y, luego, del video indiscreto filmado por el propio Fernández en actitud “chichonera” con una mujer de la televisión, en medio del histórico despacho presidencial de Balcarce 50.
La aparente agresión a Yáñez (goza Fernández del beneficio de presunción de inocencia) impacta en una parte clave de la construcción del relato de gestión de casi todo el ciclo del kirchnerismo como corriente política con voraz vocación de poder. Hablamos de los años más recientes en que tomó la lucha contra la violencia de género y el combate al patriarcado como una bandera progresista en un espacio que, en sus orígenes sureños, nunca la reconoció como impronta real.
La causa feminista, la defensa de los derechos de las mujeres y la arquitectura de un Estado con fondos generosos al servicio de esas luchas le han servido a Fernández en términos políticos y electorales para ganarse el favor de un espectro que hoy debe sentirse genuinamente defraudado, decepcionado, por esa figura en quien supo confiar.
Probablemente el daño político no sea coyuntural. Dependerá de cómo usen las esquirlas del estallido los espacios no kirchneristas. ¿O no es factible pensar que, ante cualquier discusión por cuestiones de género en el ámbito que sea (el Congreso, un Concejo Deliberante de alguna ciudad, un programa de TV), los actores K recibirán la impugnación de argumentos con el recordatorio de la hipocresía que supone haber tenido un presidente propio supuestamente maltratador?
Se verá hasta cuándo dura el impacto de un tema que recién empieza: aún falta la declaración completa de la víctima, el descargo del acusado y el largo desfile de testigos, muchos vinculados a los días de convivencia en la Quinta de Olivos, a los que le preguntarán qué vieron y acaso por qué callaron.
Además de la sombra del maltrato conyugal, sorpresivo para muchos y que de confirmarse lo impugna en una dimensión moral y lo compromete penalmente, el videito romántico de Alberto con la celebridad en el despacho presidencial -un acto privado en un lugar de la administración pública- para él tuvo el efecto fulminante de una confirmación. Le dio verosimilitud a infinidad de rumores y versiones, algunas de muy buenas fuentes, que durante su gestión contaban su inclinación a los ejercicios compulsivos de seducción con la herramienta de saberse un hombre muy poderoso de la Argentina.
Pero además, en un sentido más social, no chimentero, cimienta la idea de que los poderosos, en este caso los que gobiernan, tienen privilegios que no tiene la mayoría silenciosa de la ciudadanía. “Hacen lo que quieren aún si está mal”, sería la traducción. En este sentido, el episodio del video se enlaza -y por eso pudo haber generado más indignación, como la expresada en redes- con otros hitos de ese calibre, como la fiesta en Olivos durante el encierro por el Covid, el Vacunatorio Vip o la lista de visitas a la quinta presidencial en medio de la pandemia.
En el sentido inverso, el escándalo con Alberto sirve para fortalecer la posición política de un oficialismo que empezaba a sentir el rigor social por el ajuste de la economía, la suba de tarifas y demás decisiones antipáticas y cuando la oposición le marcó un par de veces la cancha en un Congreso prácticamente sin presencia libertaria.
“Lo ocurrido consolida la parte de la narrativa de Javier Milei sobre los privilegios y los vicios de la casta, esa idea de usufructuar beneficios para el goce y disfrute personal”, detalla ante este diario el politólogo y analista Gustavo Marangoni.
Con todo, las fotos de Fabiola y el video indiscreto lastiman a los protagonistas/victimarios por la contundencia que tiene toda imagen, casi una categoría de verdad rebelada. “Esto que pasó plantea el tema de los modos de la casta de una manera mucho más directa para la gente que una discusión de perfil más abstracto, como puede ser un debate parlamentario por temas presupuestarios donde el Gobierno también presentó pelea”, abunda Marangoni.
Así, puntualmente la respuesta virtual a la frivolidad del video fue como la sensación generalizada de una suerte de afrenta, de ofensa casi en términos personales.
En cambio, las fotos de la exprimera dama se tradujeron en ese mundo de redes e identidades de fácil ocultamiento como una especie de indignación, de ponerse en el lugar del otro. Potenciada por la concepción previa que se tenía del personaje principal, en el caso de los no kirchneristas, o munidas de desengaño en lo referido a los adherentes al espacio que lidera Cristina.
Como en muchos otros casos, los libertarios pecaron de desmesura. A través de interlocutores varios, incluido el Presidente, salieron a pegar el presunto caso de violencia contra Yáñez con la supuesta inutilidad de las políticas del gobierno anterior en cuestiones de género y derechos femeninos. En rigor, una cosa no tiene que ver con otra. Más allá de que pueda cuestionarse que el kirchnerismo utilizó esos nichos en el Estado con un criterio más de colocación de militancia rentada que de profesionalidad.
Así, el Gobierno pareció caer en la tentación de utilizar el resonante caso puntual de supuesta violencia de género para justificar su decisión de borrar organismos estatales que se habían creado para atender la temática. Como el ministerio de la Mujer.
“Alberto Fernández no fue un buen presidente”, dijo Cristina Kirchner
Inesperadamente (¿inesperadamente?), el Gobierno se encontró con un insumo no auto-generado, un combustible extra (“Es uranio enriquecido”, diría Marangoni), que le sirve a Milei para estirar un poco más su romance con una parte de la sociedad que lo votó en el balotaje del año pasado contra el peronista Sergio Massa, cuyo silencio sobre lo acontecido con Alberto dice mucho.
El de Tigre prefirió no reaparecer ayer, como tenía previsto. Sabía que no podría tener lugar en una agenda pública copada por otro tema, salvo que él mismo se refiriera en términos resonantes a la cuestión. Algo que aparentemente prefirió no hacer.
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