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David Salazar
En un caserío en medio de la Amazonía colombiana, una escuela de madera conserva la memoria del “genocidio del caucho” perpetrado hace más de un siglo contra los indígenas, que hoy denuncian otro tipo de amenazas.
“La Casa Arana es un dolor para nosotros, una tristeza al mirar los calabozos (...) donde nuestros abuelos fallecieron”, dice Luzmila Riecoche, una huitoto de 73 años descendiente de los pocos supervivientes.
Ubicada en La Chorrera, en esta humilde vivienda los caucheros esclavizaron, torturaron y asesinaron a miles de indígenas por la fiebre del caucho que brotaba en abundancia entre finales del siglo XIX e inicios del XX.
La AFP acompañó a una misión del gobierno que viajó en avión privado a la zona para pedir perdón a los pueblos originarios por lo que ha calificado de “genocidio”.
“Estas selvas, estos ríos están llenos de cadáveres, sembrados de una injusta relación que tuvo el mundo colonial a finales del siglo XIX con la industria extractivista”, dice el ministro de las Culturas, Juan David Correa.
Los indígenas lo recibieron con danzas junto a la cuenca del río Igara Paraná, a por lo menos dos semanas de recorrido en lancha desde Leticia, la ciudad más cercana en la triple frontera con Brasil y Perú.
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La industria del caucho casi extermina a los pueblos Huitoto, Bora, Munaire y Ocaina, con al menos 60.000 asesinatos según cifras oficiales. Algunos historiadores calculan las muertes en 100.000.
Décadas después los indígenas denuncian seguir siendo víctimas de violencia esta vez por parte de narcotraficantes, ganaderos, terratenientes, madereros y guerrilleros que se ocultan de las autoridades bajo la espesa selva.
Las paredes de la Casa Arana retratan la historia de sangre a través de murales diseñados por los indígenas.
En una escena los colonos con sombreros blancos latigan a los esclavos, en otra los ahogan en el río, también hay representaciones de los indígenas encadenados del cuello o con las manos atadas a la espalda.
Pero el fin de la explotación del caucho no llevó paz completa a las comunidades indígenas de la Amazonía.
La escasa presencia estatal abrió la puerta a nuevos colonos que buscan apoderarse de la inmensa riqueza natural a costa de los pueblos originarios.
“La gente quiere venir a matarnos”, sostiene Riecoche, que conforma el grupo de ‘los abuelos’ o sabios de la comunidad, quienes mantienen vivo el recuerdo de las caucherías y resisten ante las recientes amenazas.
Naciones Unidas alertó en marzo que 71 pueblos indígenas, varios de ellos amazónicos, están en riesgo de extinción física o cultural en Colombia. Al menos 310.000 aborígenes son víctimas del conflicto armado que inició hace 60 años.
“Seguimos teniendo problemas muy complejos en esta selva”, admite el ministro Correa.
Hacia finales del siglo XIX la Casa Arana era propiedad del empresario y político peruano Julio César Arana. Allí los colonos se instalaron para satisfacer la demanda de neumáticos, principalmente en Reino Unido y Estados Unidos, bajo un régimen de horror que quedó consignado en crónicas de la época.
Walter Hardenburg, un ingeniero estadounidense que trabajaba en la construcción de ferrocarriles a comienzos del siglo XX, describió en su libro “El paraíso del diablo” cómo los indígenas eran obligados a trabajar día y noche, azotados hasta que “sus huesos quedaban expuestos en carne viva”, se les dejaba morir “comidos por gusanos” o como “alimento de los perros”, eran castrados, mutilados, crucificados, violados y “torturados con fuego y agua”.
Cuando los caucheros se fueron “quedaron unos cinco ancianitos” del lado colombiano y otros pocos más huyeron hacia Perú, dice Benito Teteye, un bora de 78 años con traje típico y rostro pintado con figuras.
“Los que quedamos por acá fue porque mi abuelo se escondió, cruzó este río (...) Hoy en día ya nos estamos multiplicando”, asegura el indígena.
La Casa Arana se transformó en escuela pública rodeada de canchas de fútbol y baloncesto.
Familias o clanes enteros dejaron de existir por prácticas macabras narradas hace exactamente 100 años en la novela La Vorágine, de José Eustasio Rivera, un clásico de la literatura colombiana.
También inspiraron a la reconocida película El Abrazo de la Serpiente, de Ciro Guerra, nominada a mejor obra extranjera en los premios Óscar de 2016, sobre el último sobreviviente de su tribu tras 40 años de atrocidades de los caucheros.
“La sociedad occidental se tiene que preguntar qué fue y qué es lo que seguimos haciendo como humanidad, creyendo que los recursos naturales son ilimitados”, dice Correa.
El gobierno izquierdista de Gustavo Petro apuesta por el cuidado del medio ambiente y un modelo de producción agrícola.
En 2012 el entonces mandatario y Nobel de Paz Juan Manuel Santos reconoció la culpa del Estado colombiano en una carta. (AFP)
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