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el psicópata se convierte en el depositario de la sombra colectiva / foto joshuaclifford123, pixabay
SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)
Toda sociedad necesita sus psicópatas. Y los encuentra. El psicópata es, generalmente, un individuo “normal” y hasta “honorable”. Suele aparecer como como encantador y rápidamente conecta con nuestros anhelos emocionales, de manera que lo sentimos empático. Ese es el triunfo de su aspecto manipulador. No tiene escrúpulos ni repara en medios para obtener su fin. Necesita sentirse importante para compensar un profundo vacío interior, que esconde un complejo de inferioridad. Siente, a raíz de esto, una rabia desproporcionada que finalmente lo torna violento emocional o físicamente. Carece de nociones de bien y mal ignora o disfruta el sufrimiento ajeno, y no tiene reparo en provocarlo. Se suele adjudicar a sí mismo una misión a partir de la cual todo le está permitido. La ley que rige para el resto de la humanidad, no rige para él, no tiene conciencia social ni de pertenencia a la comunidad, pero, en la persecución de su fin, puede actuar como si los tuviera. Así lo describe la respetada psicoterapeuta y astróloga británica Liz Greene, en “El lado oscuro del alma”, apasionante libro que recoge tres de sus seminarios dictados en el Regent College, de Londres.
Diferentes corrientes de la psicología y la psiquiatría discuten si los psicópatas nacen o se hacen. Si sus características vienen dadas de origen o son producto de su historia personal y familiar y de la sociedad en la que se criaron. Greene piensa que se trata de una combinación de factores. Todos podríamos actuar como psicópatas, pero no lo somos por diferentes razones, que van desde el miedo al castigo hasta creencias y valores. Aprendemos de nuestras experiencias, sobre todo de las dolorosas y vergonzantes, conocemos el arrepentimiento. Nada de esto ocurre con el psicópata. Para él las culpas están siempre afuera, no admite responsabilidad y es capaz de convencer a quien lo escucha de que las cosas son así. Conviene considerar todas estas cuestiones antes de apresurarnos a calificar a alguien de psicópata. Hay una línea ambigua entre quien lo es y quien comete actos delictivos o aberrantes pero es capaz de arrepentirse, de intentar la reparación y de encontrar caminos de redención. El psicópata, señala Greene, al verse acorralado y puesto en evidencia puede deprimirse e incluso suicidarse, pero lo hará sin auténtico sufrimiento emocional y sin arrepentimiento. Por lo demás, no existe cura para la psicopatía.
¿Por qué la sociedad necesita de psicópatas? En realidad, necesita que ellos actúen como tales, que cometan los actos más extremos y, sobre todo, que sean descubiertos y castigados. Cuando esto ocurre el psicópata se convierte en el depositario de la sombra colectiva. El eminente médico, psicólogo y pensador suizo Carl Jung (1875-1961), padre de la psicología analítica y arquetípica y gran estudioso de los fenómenos del inconsciente colectivo (al que definió y bautizó), definió a la sombra como la parte oscura de nuestra propia mente. Es una especie de sótano en el que enterramos con doble llave todo aquello que negamos, rechazamos, no soportamos o ignoramos de nosotros mismos. Escondemos eso detrás del ego o personalidad, o sea el carácter con el que salimos al mundo y nos mostramos ante los demás. Nuestro ropaje psíquico. El ego no es anómalo de por sí. Del mismo modo en que vestimos nuestro cuerpo para transitar por la vida, necesitamos “vestir” nuestra psique. Pero así como no confundimos nuestra ropa con nuestra piel, no deberíamos creer que somos nuestro ego. Al hacerlo nos convertimos en individuos planos, sin volumen ni detalles, figuras rígidas sin riqueza y sin humanidad.
Mientras tanto, lo que está escondido en el sótano, la sombra, busca por donde salir. Como todo lo negado, necesita expresarse. El hecho de haber sido escondido no lo hace desaparecer. Y suele salir como proyección. Depositamos en otros lo que negamos en nosotros. De ellos es la mezquindad, la cobardía, la intolerancia, la soberbia, la deshonestidad, el egoísmo, la violencia, la intemperancia que decimos (y nos decimos) no tener. Rápidamente lo identificamos en los otros. Mucho más rápidamente cuando en ellos esos rasgos son evidentes. Y cuanto más queremos negarlos como proyección de lo nuestro, más indignación, rechazo, ofensa sentimos hacia esas personas. Siempre conviene preguntarse qué tiene de nosotros aquel a quien tanto odiamos o rechazamos, porque acaso se trate de un espejo, aunque nos neguemos a mirarnos en él.
Cuando vemos en el otro un acto repudiable nos sentimos aliviados. Es él, y no nosotros, quien lo comete. Su acción o su palabra indeseable nos exime de culpa . Podemos seguir escondiendo nuestras zonas oscuras, negándonos a ver en nuestra interioridad. El problema, señalaba Jung, es que quien no enfrenta su sombra queda atrapado en su ego y nunca podrá avanzar hacia las capaz más profundas de su ser, a las que el maestro suizo definía como el yo (donde sombra y ego se integran) y el Sí Mismo (la esencia profunda y sagrada del ser único, inédito e intransferible que cada uno es). No alcanza una vida posiblemente para encontrar el Sí Mismo. Pero, decía Jung, emprender el viaje da sentido a la existencia. Y advertía, también, que la travesía encierra tramos tan dolorosos como inevitables.
Así como hay un inconsciente individual y uno colectivo (en el que, como en un reservorio submarino, están todos los sueños, las vivencias, los aprendizajes, los símbolos y los arquetipos que la humanidad creó o recogió en su historia y evolución), existen también una sombra individual y una sombra colectiva. En esta última se oculta todo aquello que una sociedad, una comunidad, un grupo o una familia niegan, rechazan, ocultan o ignoran a nivel consciente de sí. Como en el caso de la sombra individual, lo que oculta la sombra colectiva pugna por ver la luz. Se rebela al hecho de ser negado. Y este es el motivo por el cual la sociedad necesita de sus ladrones, sus asesinos, sus deshonestos y, sobre todo, de sus psicópatas. Para poder decir de sí misma que es honesta, moralmente recta, sincera, sana, familiera, amiguera, pacífica, etcétera, etcétera. Su propia violencia, su capacidad de odiar, su intolerancia aparecen cuando, una vez en evidencia el psicópata, el asesino, el delincuente, se lo quiere linchar, se pide pena de muerte inmediata, se lo enjuicia antes que los jueces, se lo escracha. Sería doloroso verlo como producto de la misma sociedad, como alguien que hizo lo que cualquiera evitó hacer no por una cuestión moral sino porque no se atrevió o porque temió el castigo.
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Casos como los de Fernando Báez o Lucio Dupuy (en los que la psicopatía afloró de manera brutal) merecen sin duda justicia, aunque esta no repare el horror vivido por las víctimas ni les devuelva la vida robada. Pero la reacción y las actitudes de la sociedad (incluidos los medios) fueron una erupción de la sombra colectiva que alcanzó una intensidad inquietante. Cuanto más fuerte es la luz, decía Jung (en este caso la conducta de la sociedad, su hambre de venganza antes que de justicia), más negra es la sombra. Atreverse a entrar en ella puede ser el comienzo de una sanación colectiva.
(*) Escritor y ensayista, su último libro es "La ira de los varones"
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