

El capitalismo se aprovecha de la angustia ante la muerte y se vale de ella para desarrollarse / Freepik
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El capitalismo se aprovecha de la angustia ante la muerte y se vale de ella para desarrollarse / Freepik
SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)
Durante el reciente fin de semana largo, que finalizó el lunes pasado, se movilizaron, según la Cámara Argentina de la mediana Empresa (CAME) 824 mil turistas a lo largo y ancho del país y gastaron 20.059 millones de pesos. Fuera de ese fin de semana en especial, se viene registrando un fenómeno palpable en las principales ciudades argentinas: restaurantes y teatros llenos de público, shoppings llenos de compradores con cualquier motivo (día de la niñez, día del amigo, día de la mascota, día del cuñado o la cuñada, no quedan días disponibles en el calendario), recitales que agotan de inmediato las localidades, no importa quienes sean los protagonistas de turno ni su calidad, largas listas de espera para comprar autos o bicicletas. Esta fiebre consumista suele recibir diferentes explicaciones que, según las miradas, se aceptan y hasta se repiten sin verificar. Una de ellas dice que después de dos años de pandemia, cuarentenas y confinamientos “la gente” está ansiosa por salir, por encontrarse, por recuperar el tiempo perdido. Otra señala que, debido a la inflación descontrolada e ilimitada, a “la gente” le quema el dinero en el bolsillo y trata de sacárselo cuanto antes de encima. Y hasta hay un insólito argumento oficial según el cual este fenómeno no es más que la prueba de que la economía y el país están en plena recuperación (pymes cerradas, 40% de pobreza y una inflación que amenaza con tocar el 100% anual deben ser, entonces, hechos que ocurren en otro país).
Salvo la última de estas tres hipótesis (que solo puede aceptada a partir de una cuestión de fe), es posible que algo de las dos primeras subyazca en la voracidad consumista de ese núcleo de la población que, en un país de 47 millones de habitantes, está lejos de ser mayoritario, pero es representativo. Sin embargo, hay otro abordaje para tener en cuenta, y se trata de uno que va más allá de la coyuntura. En su muy interesante libro titulado “Crítica de la existencia capitalista”, el belga Christian Arnsperger, filósofo, doctor en Economía y catedrático en la universidad de Lovaina, se pregunta si los actos que realizamos, las decisiones que tomamos y la racionalidad con la que procuramos explicar nuestras conductas en materia económica no ocultan en realidad nuestras angustias no resueltas ante la finitud de la vida.
Es que la aceptación de esa inevitable finitud nos coloca frente a la cuestión existencial fundamental. Cómo vivir nuestra breve vida, cómo encontrar en ella el sentido que le haga trascender lo meramente vegetativo (respirar, comer, dormir, reproducirnos, sobrevivir) para dejar una huella en el mundo y en otras vidas. El capitalismo se aprovecha de la angustia ante la muerte y se vale de ella para desarrollarse, afirma Arnsperger. Ser exitoso en términos económicos, consumir, ser “ganador”, no privarse de ninguna de las tentaciones-anzuelo que se nos ofrecen a cada paso, tenerlo todo y tenerlo ya, no perderse nada (“tenelo ya”, “no te lo podés perder”, repiquetean los avisos con que nos bombardean diariamente), es construirse la ilusión de una infinitud y una inmortalidad imaginarias. Ser “ganadores” frente a los “perdedores” que no pueden acceder a esa compulsión por el consumo.
“Percibimos el dinero como una protección contra la decadencia, la enfermedad, los achaques, la soledad”
Renata Salecl,
Socióloga y filósofa eslovena
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La pandemia produjo una inesperada y obligatoria abstención en ese impulso. En una minoría de personas esto sirvió para examinar y repensar su modo de vida y sus propósitos existenciales y para reordenar sus hábitos, sus vínculos y su quehacer, y, como consecuencia, para reordenar su economía, haciéndola más racional y funcional, basada en la atención a verdaderas necesidades antes que a insaciables deseos. Muchas otras personas, en cambio, sufrieron un síndrome de abstinencia manifestado en síntomas como depresión, insomnio, desórdenes gástricos, crisis afectivas, ataques de ira y conductas violentas. Tal síndrome funcionó como una caldera que, una vez terminados los confinamientos obligatorios, soltó su presión en una insaciable ansia consumista a la que factores como la inflación o el ínfimo valor de la moneda le dan excusas. Y actúan como anestésicos para la cuestión no planteada ni resuelta: cómo y para qué vivir, puesto que la vida es finita en el tiempo. Como se sabe, el efecto de la anestesia es temporario y, una vez que pasa, el dolor y sus causas siguen allí.
Existe una innegable conexión, señala Arnsperger, entre nuestras decisiones de consumir, gastar, producir, competir y trabajar y nuestra ansiedad en relación con la fragilidad y la precariedad de la vida. Así es como aparecen los trucos económicos que abonan la ilusión de “comprar” tiempo. Si adquirimos bienes o servicios en cuotas es, en principio, porque calculamos ganarle a la inflación o porque, como dice la socióloga y filósofa eslovena Renata Salecl en su reciente ensayo “La tiranía de la elección”, fantaseamos conque postergamos infinitamente el pago total de lo que compramos. El pacto establecido entre quienes nos ofrecen el pago en cuotas y nosotros tiene una cláusula inconsciente e implícita: ambos acordamos que nosotros, los compradores, estaremos vivos durante los 3, 6, 12, 18 o 24 meses durante los cuales pagaremos las cuotas. Compramos un improbable tiempo de vida. De cuota en cuota nos ilusionamos con gambetearle a la Parca.
En esta cultura capitalista, en la que el consumo no puede parar y los consumidores (o usuarios, según el caso) somos sometidos, como los pollos en los criaderos, a continuos estímulos para que no cesemos de tragar lo que se nos ofrece, se verifica algo que explica Salecl. Gastar nuestro dinero es sentirlo vivo. Tener y gastar, tener y gastar, tener y gastar es otra triquiñuela con la que imaginamos escapar de la finitud. Por eso cuando se produce un colapso económico y el dinero o sus fuentes desaparecen, dice la pensadora eslovena, “se instala la sensación de que algo o alguien murió”. Según Salecl “percibimos el dinero como una protección contra la decadencia, la enfermedad, los achaques, la soledad”. ¿De qué otra forma, se pregunta, explicar el placer de tirarlo en cualquier negocio, adquisición o evento en donde compramos lo que no necesitamos?
Y es que, al margen de explicaciones y especulaciones económicas, políticas o sociológicas, el fenómeno del consumo compulsivo, aun en condiciones de crisis económica y social, tiene una razón que perdura incluso cuando esa crisis amaina o se revierte. Un interrogante existencial que sigue abierto y exige respuesta. Porque el sentido de la vida no está ni en lo que se consume ni en lo que se posee, ni en los eventos y espectáculos a los que asiste. De hecho, aun en las épocas de bonanza económica, más consumo no equivale a más felicidad (muchas veces la ecuación es inversa). Vivir para consumir es consumir la vida sin haber descubierto un sentido en ella. “Cuanto más tratamos de convencernos de que cada cosa que adquirimos nos da un plus de satisfacción, menor es, en realidad, el placer que sentimos”, escribe Renata Salecl.
(*) Escritor y ensayista, su último libro es "La ira de los varones"
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