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Alejandro Castañeda
Alejandro Castañeda
Los primeros destellos de la vida siguen brillando. Es fantástico. Mientras aquí la guerra, la peste y la pobreza atacan, allá lejos, bien lejos, el mundo le muestra, a James Webb, ese viajero telescopio, los primeros latidos de un universo que empezaba a gatear. Es mágico y colosal esto de que un aparato se pueda internar a 4.000 millones de años luz para poder ver cómo empezaba esto que no sabemos de dónde viene y cómo acabará. Deslumbra y conmueve. Más que una memoria inconmensurable, esta revelación nos deja revivir los primeros días del cosmos, vislumbrar los preparativos de la vida y poder conocer lo que sucedió en ese pasado remotísimo, cuando todo era nuevo. El teatro de la creación ha repuesto en escena el principio de la existencia. Gracias a este telescopio nos podemos asomar a sus fantásticos inicios, detenernos en los primeros instantes, ver su furia y su deslumbramiento, revivir esa carga perdida de fulgores y lejanías. Su hazaña, de paso, reafirma que el hombre siempre avanza, que elige cualquier escenario para poder batirse a sí mismo y que jamás cesará de interrogar y de tratar de alcanzar nuevos asombros. Su interminable curiosidad es el combustible que empuja a este fenomenal mirón que pasea por el cosmos averiguando su nacimiento, el secreto de los preliminares, un aparato superlativo que empieza a familiarizarse con la eternidad.
El telescopio está allí dando testimonio también de la presencia del hombre en el universo. Y quedará allí durante varios años, mandando noticias de un ayer que viaja por el espacio para arribar hasta nuestra mirada y que nos deja asomar a su geología y a su historia, recorriendo el cielo y sus misterios. La energía que lo mantiene activo es la misma que el ser humano puso de manifiesto tantas otras veces: creatividad, esfuerzo, dedicación, inteligencia y espíritu desafiante. Otra proeza técnica sin precedentes, una obra maestra de la ingeniería humana, y por tanto la última heredera de la misma venerable tradición que engendró todos los adelantos que nos rodean.
El telescopio parece avisarnos que el olvido total es imposible, que las cosas siguen allí, esperando que alguien las reviva
Gracias a James Webb nos podemos asomar a los primeros instantes del universo, revivir esa carga perdida de fulgores y lejanías
Han dicho que la idea es poder saber dónde y cómo se forman los ingredientes de la vida (agua, oxígeno). No está diseñado para detectar vida. Pero pasea por el origen de todo. Hoy el hombre va hacia allá, lo más lejos posible, para poder mirarse. En medio de esas imágenes que barren tanta inmensidad, el ser humano se replantea su propio lugar en esa enormidad de tiempo y espacio que parece avisarnos que el olvido total es imposible, que las cosas siguen allí, en una eterna espera, imaginando que lo que uno ha hecho se quedará para siempre en ese inmenso baúl de recuerdos que es el cielo.
Fuimos muy lejos con estos avances que estremecen y seguiremos avanzando. La ciencia es un ser insaciable que no se conforma con lo que tiene. Y siempre va por más, aunque Materlinck diga que nuestro planeta, con “su espiral de destellos no brille más que para entretener a las tinieblas”. La posibilidad de entrever un mundo que sigue allí, listo para mostrarnos cómo empezó, es un fenómeno que convierte al pasado en una ficción que se vuelve presente gracias a un aparato fantástico que deambula por el tiempo y el espacio para ir al encuentro del primer ayer. James Webb nos instala en un más allá hecho de imágenes que no se perderán y que vagarán eternamente en ese cielo donde caben todos los recuerdos. Sus ojos reflejan los confines de la vida, los revolcones de las estrellas y su descubrimiento nos deja espiar cómo empezó a ser lo que aún no era.
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Sé que la realidad, los egoísmos y el dolor no dan tregua. Y que son más urgentes que esta reflexión sobre la nada y el todo. Pero esta excursión de James Webb nos deja ver el alma de un ser humano que con sus claroscuros siempre va más allá. Somos los mismos. Los que matamos, pero también hacemos milagros, los que somos capaces del horror y de la salvación, los que ahora, gracias a este insuperable aparato nos asomamos muy lejos, para poder ver en una loca dimensión que los recuerdos no dejarán que nada muera del todo. Tenía razón Carl Sagan: “Estamos hechos de estrellas. Somos el vehículo para que el universo se conozca a sí mismo”.
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