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el hacer y el no hacer se necesitan, la actividad y el descanso sólo significan algo cuando coexisten y se dan espacio y valor la una al otro / freepik
Sergio Sinay*
Sergio Sinay*
Aunque suene extraño, las vacaciones son buen momento para decirlo: no hacer es tan importante como hacer, cuando no hacemos somos y cuando sólo estamos aplicados a producir (sea bienes, dinero, conocimientos, o lo que fuere) empezamos a medirnos por lo que hacemos antes que por lo que somos.
Es imposible respirar sólo aspirando, sin exhalar jamás. Tras inspirar hay que exhalar. ¿Podríamos comer sin medida nuestro plato favorito y seguir disfrutando o, en cierto punto, empezaríamos a sentirnos mal? ¿El mejor maratonista del mundo podría correr sin detenerse jamás? ¿Y el más virtuoso violinista, aun cuando amara la música, disfrutaría y lograría excelencia si en ningún momento se detuviera? Podrían seguir los ejemplos y con todos ellos llegaríamos a la misma conclusión. Es necesario detenerse, reponerse, recobrar energía, inspiración, deseo, necesidad.
La palabra vacaciones proviene del latín “vacatio”, que significa vacante, y de “vacuus”, vacío. Todo lo que se llena necesita vaciarse. Sólo así hay lugar para lo nuevo, para explorar experiencias inéditas, para ampliar los horizontes. La antigua filosofía china habla de “wu-wei” o vacío fértil. Es el “hacer del no hacer”. El término podría entenderse como “inacción” o “no actuar”. Un vacío fértil, el de la pasividad, la receptividad, el silencio y la contemplación. En él no hay nada que hacer, sino permitirse ser un simple testigo de lo que está alrededor, de lo existente, hasta fundirse con ello y reintegrarse a la Naturaleza en todas sus dimensiones.
Henri Borel (1869-1933), poeta y traductor francés que pasó buena parte de su tiempo en China se impregnó de esa idea y escribió: “Los seres humanos podrían ser verdaderamente tales si se dejaran ir como florecen las olas del mar, como florecen los árboles. Pero se ciegan por sus sentidos y sus deseos. Quieren todo el tiempo voluptuosidad, alegría, fama, riquezas; sus movimientos toman la violencia de la tempestad desencadenada, su ritmo es un ascenso furioso seguido de una precipitada caída”.
¿Qué nos impide fluir con el tiempo, no exprimirlo, no comprimirlo, no luchar con él? La trampa de valorarnos por lo que hacemos y por lo que tenemos. Para tener se necesita recursos y para generar esos recursos hay que hacer, hacer más, hacer mucho. Atrapados en esa vorágine cada minuto cuenta, debe ser un minuto productivo. “El tiempo es oro”, decimos. Cuando lo que cuenta es lo que hacemos, en cuanto dejamos de hacer dejamos de existir. Si se me valora por lo que hago, por lo que produzco, cuando no hago no soy. No me queda tiempo ni espacio para la simple contemplación, para deslizarme suavemente en el tiempo, para registrar mis sensaciones y mis emociones. Hablamos de ocio productivo y declaramos que este es valioso mientras que el puro ocio, sin producción, sólo es vagancia. Y, sin embargo, la máxima prueba de amor que un ser humano puede recibir es la de ser valorado, estimado, querido, apreciado por lo que es, no por lo que produce. La permanencia está en el ser, el hacer va y viene, depende de muchas circunstancias.
Volvamos a la palabra “vacatio”, y a su derivada vacaciones, descanso, vacío. Tiempo de descanso, tiempo de vaciamiento. Hay dos tipos de vacío ante nosotros. Uno es el vacío existencial. Otro el vacío fértil. El vacío existencial es aquel al cual nos asomamos cuando no damos con la respuesta a una pregunta de la cual nadie escapa: “¿Cuál es el sentido de mi vida?”. Esto significa: ¿qué es aquello por lo cual siento que vale la pena vivirla? Aquello por lo cual es bueno empezar cada día, aquello que hará que yo deje el mundo un poco mejor de cómo lo encontré al llegar. Quien se evade de esta pregunta empieza a padecer lo que se conoce como vacío o angustia existencial. Nada le alcanza, no es feliz independientemente de lo mucho que tenga o lo bien que le vaya, lo habita la desazón. Para escapar de ese vacío, una puerta muy usada es la del hacer, hacer y hacer, no dejar de estar ocupado ni un segundo, carecer de tiempo para todo, especialmente para mirar adentro de uno, para cultivar vínculos que no sean de conveniencia. A mayor vacío, más necesidad actividad, más urgencia por producir. Detenerse es riesgoso: significa mirarse, escuchar las voces interiores, temer a lo que ellas dicen.
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Para seguir en actividad hay que forzar a la mente y al cuerpo, no darles descanso, estimularlos de manera artificial. Acallar sus síntomas, llenarse de ruido y movimiento. Del vacío existencial se procura huir por cualquier puerta y a cualquier precio, se multiplican los movimientos de fuga (ruido, hiperactividad, relaciones seriales, consumo voraz, necesidad de movimiento continuo). Cualquier cosa a cambio de no pensar, no sentir, no afrontar la pregunta insistente acerca de cómo y para qué vivir.
Distintas son las cosas con el vacío fértil. Éste es el que se produce cuando nos damos verdadero descanso. Cuando dejamos de hacer y permitimos que reposen la mente, el músculo, nuestro ser entero. Cuando permitimos el silencio. El vacío fértil está vacío de actividad, del hacer compulsivo, de la necesidad de producir (no importa qué, pero producir). Como en los dos tiempos de la respiración o del funcionamiento del corazón, el hacer y el no hacer se necesitan, la actividad y el descanso sólo significan algo cuando coexisten y se dan espacio y valor la una al otro. También el vacío fértil se vincula a hormonas: las endorfinas. Las endorfinas se producen en la hipófisis, una pequeña glándula ubicada en la base del cerebro. Todo aquello que nos resulta placentero estimula la producción de endorfinas. Estas, a su vez, espolean la sensación de relajación, de armonía. No producimos endorfinas para estar bien, sino que las originamos porque estamos bien. Por eso se llaman hormonas de la felicidad. Y, como la felicidad, no son el resultado de una búsqueda obsesiva, sino la consecuencia de una manera de estar en el mundo, de actuar en él, de relacionarse, de vivir.
También en vacaciones, en fin, cuando una persona se define por el “hacer”, el “ser” queda insatisfecho, sigue pidiendo atención. Entre el “hacer humano” y el “ser humano” no siempre hay sintonía. Por eso son necesarios los momentos de silencio interior. Ellos pueden ser, según cómo se los viva, un tiempo de desafinar aún más los propios instrumentos existenciales o, por el contrario, el momento de armonizarlos. El publicista y escritor alemán Michael Simperl, que un buen día abandonó todas sus actividades para dedicarse a una vida sencilla, dice: “quien teme al aburrimiento es porque no encuentra nada dentro de sí que valga la pena y esto lo impulsa a hacer de su tiempo libre un tiempo lleno de obligaciones”. Vive, pues, en fuga.
“Una hora en este mundo es mejor que toda la eternidad en el mundo por venir”, advierte el Talmud, libro sagrado de la religión judía. Sabias palabras. Para poder estar presente en esa hora, para vivirla con el corazón y con los sentidos, para hacer de ella un tiempo fecundo, es necesario detenerse, sentirse, permitirse ser el que uno es, sin necesidad de producir algo para ser tenido en cuenta. Hasta Dios, dicen, descansó una vez que hubo terminado con su trabajo.
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