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La democracia: visita guiada

La democracia: visita guiada

El congreso de la Nación, un símbolo de la democracia

SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)

8 de Agosto de 2021 | 08:55
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Y además hay que votar. Como si tuviéramos poco con la pandemia y su consecuencia de pérdida de vidas, de fuentes de trabajo, de empleos, de proyectos, de esperanzas, habrá que elegir entre candidatos que, en general, responden más a intereses y pujas internas de sus coaliciones que a las necesidades de la sociedad, y cuyos currículos en más de un caso parecen prontuarios. Habrá que votar tras escuchar, ver y leer promesas ya repetidas hasta el cansancio y nunca cumplidas, tras ver cómo los candidatos se disfrazan de lo que no son, cambian u ocultan sus pasados y maquillan sus presentes. ¿Cuál es, entonces, la alternativa? Votar. Se trata de una responsabilidad ineludible para quienes vivimos en un sistema democrático y aspiramos a continuar haciéndolo. Sobre todo cuando, como en el caso de la Argentina, hay sobrada experiencia de lo que significa la pérdida de esa posibilidad.

La elección de autoridades y legisladores a través del voto es una condición esencial de la democracia. Y también la libertad de expresión y de debate. Quizás por eso las temporadas electorales son un buen momento para reflexionar acerca del funcionamiento y de los claroscuros del sistema. Un privilegio del que carecen quienes padecen regímenes totalitarios. Y que, paradójicamente, suelen desechar o despreciar quienes viven en sistemas democráticos.

LEJOS Y HACE TIEMPO

La palabra democracia apareció por primera vez en escritos del historiador griego Herodoto en el siglo V antes de Cristo. Etimológicamente significa “poder del pueblo”. Sin embargo, no debe entenderse como gobierno de “todo” el pueblo. Si gobernaran absolutamente todos los habitantes de un país o integrantes de una sociedad, no gobernaría nadie. Sería absolutamente imposible tomar decisiones y ejecutarlas en un escenario así. De hecho, en Atenas los menores de 20 años, las mujeres y los esclavos no participaban de las reglas de juego democrático. Este incluía el Consejo de los 500, en el que esa cantidad de personas controlaba a los jueces y elaboraba leyes propuestas desde la Ekklesía, o Asamblea Popular, compuesta por todos los ciudadanos atenienses mayores de edad, que se reunían en el Ágora, un espacio público de discusión. Esto se completaba con el Arcontado, organismo compuesto por diez personas que administraban el ejército, y el Tribunal de los Heliastas, en el que 6 mil personas mayores de 30 años, cuyo mandato duraba un año, administraban la justicia. Para integrar cualquiera de estas instancias los atenienses se postulaban y no eran elegidos por votación sino por sorteo.

Esta primera manifestación de la democracia finalizó con la Guerra del Peloponeso que, entre los años 431 y 404 antes de Cristo, enfrentó a Atenas con Esparta en una lucha por controlar comercio y territorio en Grecia y el mar Egeo. Hasta allí estas y otras ciudades-estado convivían. El triunfo de Esparta significó el fin de Grecia tal como era y la desaparición de aquella primitiva democracia en numerosos territorios. El proceso se completó en el siglo siguiente, cuando Filipo II, padre de Alejandro Magno, convirtió a toda Grecia en parte del imperio de Macedonia.

La experiencia de aquel sistema de gobierno duró unos cuatro siglos y su espíritu fue retomado mucho después en Europa al calor del Iluminismo, en el siglo dieciocho. Este movimiento, que impuso la razón sobre la superstición imperante desde la Edad Media, que cuestionó el autoritarismo y origen divino de las monarquías, y que puso los pilares sobre los que se desarrollarían la ciencia, las artes, la economía y la filosofía tal como hoy las conocemos, marcó el comienzo de la modernidad. Entre otras cosas eso significó una nueva idea de la libertad, la noción de la persona como individuo y de sus derechos como tal, y la implantación de los principios de la democracia moderna y de la República.

AQUÍ Y AHORA

“No hay que confundir la democracia con la República, que sería más bien su forma pura o absoluta”, advierte el filósofo francés André Comte-Sponville en su “Diccionario Filosófico”. La democracia es un modo de funcionamiento, agrega, mientras que la República es su ideal. La democracia es la forma, la República es el contenido, el espíritu, la inspiración. Propone una división de poderes que impida el absolutismo y es fundamental que esa división sea real y no solo nominal. Por eso importa no conformarse con el funcionamiento formal de la democracia (es decir, las elecciones, la existencia de un poder judicial, de un poder legislativo y de un ejecutivo), porque las apariencias pueden engañar. Es primordial que las leyes se piensen para todos y no para un grupo, que la justicia sea para todos y no para algunos y que se gobierne para todos y no para los propios y en contra de los ajenos. “Ser republicano, insiste Comte-Sponville, es querer que la democracia se ponga al servicio del pueblo, no al de la mayoría o de la ideología dominante. La democracia, para un republicano, es el mínimo obligado, y la República es el máximo deseable”.

Mínimo obligado significa para todo ciudadano respetar, honrar, y defender los fundamentos democráticos básicos y cumplir con ellos: la votación, la libertad de expresión, el respeto y la observancia de las leyes, la comprensión de que el cumplimiento de los deberes es la base de la convivencia civilizada y lo que fortalece el reclamo de los derechos. Vivir en democracia significa también no confundir deseos o intereses propios con derechos. Sin la participación y el compromiso de los ciudadanos la democracia es apenas una declamación. Pero el solo cumplimiento de las formalidades no garantiza su funcionamiento.

Votar es importante, pero no se trata solo de poner un papel en un sobre, el sobre en una urna y darse por cumplido. El ejercicio de la votación es, o debería ser, la octava parte del iceberg que emerge a la superficie sostenida por las otras siete que están por debajo de ella. El final de un camino durante el cual hemos pensado, hemos comparado, nos hemos informado, hemos evaluado, hemos mirado más allá de los intereses y las urgencias inmediatas y personales. Votar es más que elegir a un candidato por su linda cara, porque me recuerda a un ser querido, porque me gusta cómo habla (aunque no importe lo que diga), porque es de mi barrio o es hincha de mi club. Votar es, o debería ser, un modo de ir hacia algo y no contra algo o alguien. La filósofa alemana Hannah Arendt (1906-1975) llamaba “solidaridad negativa” al hecho de unir rabias, odios o inconformismo en contra de alguien o algo porque, sostenía, solo se trata de una rebelión desesperada que termina en apatía y aislamiento. Depende de cada ciudadano que el depósito de su voto sea una manera de sostener la democracia en la que vive. Luego hay otras: cumplimiento de las leyes, participación en acciones ciudadanas, respeto de la diversidad, sostener espacios de debate, etcétera. Es clásica la opinión de Winston Churchill (1874-1965), primer ministro inglés que lideró la resistencia contra el nazismo, acerca de la democracia: “Es según dicen la peor forma de gobierno si se exceptúan las demás que se han ensayado.” Por lo tanto, es la mejor que tenemos, y es un paso obligado hacia la República.

 

(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de intolerancia"

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