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En el país había cierto orgullo y esperanza de reconocerse como perteneciente a la clase media
SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)
En la segunda mitad del siglo diecinueve una generación de políticos e intelectuales entre los que se contaban Sarmiento, Mitre, Roca, Alberdi, Juárez Celman, Pellegrini y otros diseñaron y llevaron adelante (aun con enfrentamientos y pujas entre sí) una visión de país que incluía el estímulo de la inmigración, el fortalecimiento y extensión de la educación pública, la comunicación a través de caminos, puertos y rutas ferroviarias, la exportación de la producción agropecuaria, la incentivación del comercio y de las profesiones liberales y la ampliación del horizonte cultural. Allí y entonces nació la clase media. En su ineludible “Historia de la clase media argentina” el doctor en Historia Ezequiel Adamovsky señala que esa clase “justamente por estar en el medio aparece como un agente de `balance´ o `moderación´, mantiene una movilidad `de abajo hacia arriba´ y evita que predominen los intereses más extremos de los más poderosos o de los más pobres. Situada en el medio impide los choques violentos de unos y otros”.
La clase media fue reservorio de profesionales, artistas e intelectuales brillantes y fecundos, vivero de pequeños, medianos y pujantes emprendimientos comerciales, industriales y económicos, termómetro y catalizador de la actividad política y, de muchas maneras, escultora de la identidad nacional, del carácter con el que se reconocía a la Argentina desde el exterior: un atractivo país de clase media, precisamente. Había cierto orgullo y esperanza en el hecho de reconocerse como perteneciente a ese segmento social, trampolín para la concreción de sueños, proyectos y evoluciones personales y familiares.
Por diferentes motivos políticos, económicos y sociales desde el último tercio del siglo veinte hasta hoy la clase media argentina fue recibiendo golpes que la debilitaron, fragmentaron y diezmaron y probablemente haya recibido su herida de muerte en el curso de la pandemia y de la pésima gestión política, económica y sanitaria de la misma. Hacia fines de 2019 un informe del Banco Mundial titulado “El lento ascenso y súbita caída de la clase media en América Latina y el Caribe” indicaba que el 51% de la población argentina pertenecía entonces a ese segmento, mientras que un año más tarde el mismo organismo reducía la cifra a 47%. Casi 1.700.000 de personas de las 14.700.000 que lo integraban habían caído hacia la clase baja. Y la clase baja, que tradicionalmente oscilaba en el 15% pasó a superar el 50%.
Es inútil, a la luz de la vida, las experiencias y los padecimientos reales, que tanto economistas, funcionarios y ministros de escritorio como gobernantes de labia ilusionista intenten explicarle a los padecientes que la economía “está en franca recuperación”, o que se hagan malabarismos con cifras del PBI (Producto Bruto Interno). “El PBI no mide las transformaciones que afectan a la sociedad, al bienestar de las personas o a su relación con el planeta”, advierten Laura Pérez Ortiz, Ana Isabel Viñas Apaolaza y Ángeles Sánchez Díez, economistas y catedráticas de la Universidad Autónoma de Madrid en un ensayo publicado el 8 de noviembre en el medio digital “The Conversation”. Lo que el PBI mide, explican las autoras, es el valor de mercado en euros, dólares, pesos, yenes, etcétera de la producción de todos los bienes y servicios finales realizada por factores de producción nacionales y extranjeros en el interior de un país. Y se lo calcula en un periodo de tiempo determinado (un trimestre, un año). Si se lo toma literalmente vendría a indicar el tamaño de la economía. Sin embargo, el PBI es apenas la parte emergente de un enorme y oscuro iceberg cuya masa esencial queda oculta, especialmente en la Argentina y más aún en la Argentina de hoy. Esa masa incluye, tal como la describen las economistas españolas, las actividades económicas del mercado informal (por ejemplo, el servicio prestado y pagado sin factura), el trabajo no remunerado (con frecuencia ligado a los cuidados del hogar y de personas), o el autoconsumo (en el caso de tener una huerta casera). Todo eso es parte de la actividad económica de un país y el PBI no lo mide.
“Trampolín para la concreción de sueños, proyectos y evoluciones personales”
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Hacia fines de 2020, de acuerdo con un informe del INDEC (Instituto Nacional de Estadísticas y Censos), había 11,5 millones de personas ocupadas. De ellas 8,1 millones eran asalariados y 3,4 millones “no asalariados”, lo que se conoce como “cuentapropistas”. De los asalariados, el 63,7% pertenecían al sector “formal” de la economía y el 32,7% (2,7 millones de trabajadores) al sector informal. Cálculos posteriores, efectuados a lo largo del año, estiman la posibilidad de que la informalidad roce ahora al 40% de la población trabajadora. En lenguaje llano esto significa un mayor traspaso de la clase media, o de sus restos, a la clase baja. Y así como durante una larga época la aspiración a ascender en la escala social alimentaba a la clase media con nuevos integrantes provenientes del segmento antecesor, esa pretensión se esfuma hoy en estratos bajos desesperados y desesperanzados, mientras en el segmento medio la lucha remite cada vez menos a la posibilidad del ascenso y cada vez más a evitar la caída en la pobreza, cuyo índice oficial alcanzó en el primer semestre de este año al 40,6% de la población según cifras oficiales.
Las citadas economistas españolas advierten que “la ortodoxia imperante en las últimas décadas ha ignorado que crecimiento y desarrollo no son sinónimos. El desarrollo incluye aspectos del bienestar humano, social y ambiental”. Cuando funcionarios como el ministro de Desarrollo Productivo, Matías Kulfas, proclaman que “ya recuperamos todo lo perdido por la pandemia” se tiene una cruda demostración de lo alejadas entre sí que están las visiones económicas especulativas, de laboratorio o de gabinete, y la vida real de las personas. Pero aun para quienes manipulan cifras parcializándolas o sacándolas de los contextos del acontecer cotidiano no está de más recordar que el PBI cayó un 10% en 2020. Y si, una vez más, se toma en cuenta todo lo que ese índice desconoce y no mide, es lícito sospechar que la masa oculta del iceberg se hizo en este tiempo más grande y más oscura. Algo que va más allá de la economía, y que da las estocadas finales a la clase en la que se sustentó la identidad argentina.
La clase media no se define por condiciones objetivas de vida, explica Ezequiel Adamovsky en su estudio (que lleva como subtítulo “Apogeo y decadencia de una ilusión”), sino que es un conglomerado de grupos diversos que adoptaron una identidad subjetiva. Se piensan a sí mismos como pertenecientes a la clase media. Si es así, ese colectivo estaría padeciendo, como quienes sufren una amputación, el “síndrome del miembro ausente”. Sienten todavía como real la presencia de algo que ya no está.
(*) Escritor y ensayista, su último libro es "La ira de los varones"
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