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SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)
Nos encontramos casualmente en la calle, nos saludamos dubitativos y sin saber si mantenernos a distancia “social” o si abrazarnos, y cuando comenzamos a ponernos al día mi amiga me confiesa que, con media cara oculta tras el barbijo, se siente enjaulada, encerrada, secuestrada del encuentro con los otros. Entiendo de qué habla. Nuestras propias voces se escuchan veladas a través de la tela del tapaboca. Mientras avanza la conversación algo se me revela. Y se lo digo. Es cierto, el barbijo es una de las distintas celdas físicas, afectivas y emocionales en las cuales la pandemia nos ha confinado. Pero algo se puede decir a su favor. Cuando conversamos, cuando nos encontramos con el otro de cuerpo presente, el barbijo nos obliga a mirarnos a los ojos. Una costumbre olvidada, una necesidad postergada.
Volver a mirarnos. He aquí un aprendizaje para estos tiempos. Mirarnos cuando nos hablamos, cuando preguntamos, cuando nos responden, cuando indagamos en la emoción o el estado de la otra persona. Mirar a quien nos atiende en un negocio, ser mirados, mirar al ser con quien nos cruzamos, mirar a quien dialoga con nosotros. Mirar. Algo que habíamos dejado de hacer al estar cada vez más absortos en pantallas y más ausentes o distraídos de la presencia humana cercana y real. Hace tiempo que somos observados mientras navegamos en esas pantallas. Se sabe todo de nosotros. Qué páginas y sitios visitamos, con qué frecuencia, durante cuánto tiempo, qué compramos, sobre qué temas averiguamos, con quiénes nos comunicamos. Como cobayos, somos monitoreados para saber nuestros gustos, costumbres, hábitos, amistades. Todo eso será usado para convertirnos en consumidores, para modelar nuestras conductas como compradores o como votantes, según el caso. Adentro de esas pantallas que miramos mientras no vemos a los seres reales y encarnados, somos productos. Y como productos debemos resultar rentables. Hace ya largo tiempo que nuestra mirada ha sido primero seducida y luego secuestrada para que no perdamos tiempo mirando al otro, al prójimo (el próximo, el cercano, el tangible) y no quitemos la vista de aquello que nos hace provechosos.
Mirarnos es vincularnos. Apenas un 66% de la comunicación humana es verbal. El resto exige que abramos otros canales esenciales. El tacto. La mirada. El antropólogo estadounidense Larry L. Birdwhistell (1918-1994), célebre por sus investigaciones sobre la comunicación no verbal, llegó a determinar en el rostro humano más de 250.000 expresiones diferentes. Cada una de esas expresiones tiene un contenido y un significado. No todas son voluntarias, pero todas dicen algo. Comunican. ¿Cómo detectarlas y descifrarlas si no nos miramos? Cuando borramos al otro de nuestro campo visual se pierde un fabuloso tesoro de mensajes significativos. “Las palabras no son las únicas contenedoras de conocimiento y comunicación social”, decía Birdwhistell. En “El contacto humano”, un clásico estudio sobre la comunicación escrito en colaboración con el psicólogo social Floyd Matson (1921-2008), el consagrado biólogo y antropólogo británico Ashley Montagu señala que, relegada a un segundo lugar respecto del habla como canal comunicativo, “la cara proporciona una especie de esfuerzo o puntuación visual que acompaña a la palabra hablada, así como es una fuente de realimentación o reconocimiento del discurso de otros”.
Pero también, advertía Montagu, las expresiones faciales pueden no coincidir con el mensaje verbal o con el corporal (otra gran fuente de comunicación) y hasta ser contradictorias con ellos. Hay “relámpagos de expresión micromomentáneos”, decía, que representan emociones. Algunos son tan veloces que el ojo no alcanza a captarlos. Otros, aun fugaces, pueden ser registrados, pero, una vez más, eso exige que la mirada esté presente en la comunicación. Norman Aschcroft y Richard Scheflen, otros estudiosos del tema, puntualizan en su trabajo “People Space” que “mirar es una forma de conducta que todos realizamos mil veces por día”, y a la que apenas prestamos atención, siendo que contribuye a ordenar las relaciones y establecer los límites de la interacción entre las personas. “En la cultura occidental el sostener el contacto visual invita al compromiso, mientras que mirar hacia otro lado lo desalienta”. Interesante conclusión que merece ser tenida en cuenta en momentos en que no solo hemos perdido la costumbre de mirarnos, sino que, los intercambios, sean un cruce en la calle, en un ascensor, en un comercio, van acompañados, de la actitud temerosa y evasiva de los cuerpos (actitud muchas veces más paranoica que precavida) y de la huida de la mirada. Si ya antes de la pandemia y las cuarentenas había indiferencia visual hacia el otro, representativa de una indiferencia mucho más profunda y dolorosa, esta se termina de sellar cuando retiramos la mirada (recurso esencial en la comunicación) de la interacción con el otro.
Mirar, mirarnos, es esencial y no debe tomarse como sinónimo de ver. Si ningún factor orgánico lo impide, todos vemos. La agudeza visual de algunos es mayor que la de otros, hay quienes padecen miopía y quienes presbicia, algunos toleran mejor que otros el reflejo o el encandilamiento y están los que, en la oscuridad, pueden emular a los gatos. Ver es un fenómeno fisiológico. Pero no todo el que ve mira. Mirar es registrar al otro, darle entidad y existencia con nuestra actitud. Mirar es comunicarle que advertimos su presencia, es un acto de hospitalidad y de respeto. Se puede dar por visto a alguien (y de hecho se practica mucho esta forma dolorosa de indiferencia), pero no se lo puede dar por mirado. Se ve con los ojos, pero se mira con todo el ser. Ver a una persona no nos acerca a ella, a su singularidad, a la riqueza de su ser. Cuando la miramos, en cambio, asomamos al descubrimiento de un universo desconocido. Podemos vivir muchos años al lado de alguien y al darlo por visto lo consideraremos un objeto, será parte del mobiliario. Pero si nos tomamos el trabajo de mirarlo (actitud que requiere voluntad de contacto, de comunicación) podremos darnos cuenta de que, aunque veamos hoy lo mismo que ayer, no miramos en este momento lo mismo que en el momento anterior. Porque, en tanto organismos vivos, los seres humanos estamos en permanente transformación. Esa transformación es física, psíquica, emocional y espiritual. Dejar de mirar al otro es quedarse con una foto antigua, aunque lo sigamos viendo. Es, en definitiva, una manera de perderlo.
Se ha dicho y escrito mucho sobre la mirada. El genial William Shakespeare dijo que “las palabras están llenas de falsedad o de arte, mientras la mirada es el lenguaje del corazón”. Para el autor de “El señor de los anillos”, el británico J.R.R. Tolkien, “no existe ninguna otra cosa como mirar, si deseas fuertemente encontrar algo”. Y el poeta español Gustavo Adolfo Bécquer apuntó bellamente que “el alma puede hablar a través de los ojos, y también se puede besar con una mirada”. No cerremos los ojos mientras el barbijo nos tapa la boca. Mirémonos. Descubrámonos mientras nos cubrimos.
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(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de intolerancia"
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