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SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)
Según cifras oficiales, provenientes del INDEC (Instituto Nacional de Estadísticas y Censo), en la Argentina uno de cada diez chicos de entre 5 y 15 años trabaja. En muchos casos lo hacen durante más de 48 horas semanales. Son más de 700 mil niños y adolescentes que pasan largas horas de su vida muy lejos de la infancia y adolescencia que la mitología adulta recuerda como “doradas”. Estos dos tramos de la vida no existen para ellos, abruptamente sumergidos en experiencias adultas agobiantes y desgastantes. Y cuando el calendario y los ciclos biológicos digan que son adultos, muchos (una cifra imposible de verificar) serán simples sobrevivientes despojados de sueños, de propósitos, de ilusiones sustentables.
Esta es la cara más cruel e inocultable del trabajo infantil. Pese a la evidencia, el mundo adulto es muy creativo a la hora de mirar hacia otro lado, de crear excusas teóricas, de convertir a víctimas en victimarios, de atrincherarse en zonas de confort intelectual, económico o emocional. Y entonces se vuelven invisibles, aunque estén las calles que transitamos, en los escenarios donde nos movemos, en los transportes públicos en que viajamos, convertidos a veces en pequeños estibadores que cargan pesos que duplican el propio, convertidos en tristes malabaristas o melancólicos y desafinados cantores que esperan una moneda al final de sus actos, convertidos a la fuerza (a los seis, siete u ocho años) en padres o madres de sus hermanos menores, convertidos en carne de cañón de delincuentes adultos, prostituidos en una industria miserable en la que los canallas que la administran lucran gracias a clientes tan canallas como ellos. Los chicos que trabajan lavan coches, venden diferentes tipos de mercancías en las calles, en los bares, en los restaurantes, son esclavos (a menudo junto a sus madres, padres y hermanos) en talleres clandestinos en los que se confeccionan diversos tipos de productos, entre estos la vestimenta que lucirán quienes jamás se preguntan quién las hizo, y cómo.
La Encuesta de Actividades de Niñas, Niños y Adolescentes (EANNA) de 2017, elaborada por el INDEC, Unicef y el Ministerio de Trabajo de la Nación, daba cuenta de que, para esa fecha, en el país 715.484 niños y adolescentes de hasta 15 años trabajaban, tanto en la producción para el mercado como para el autoconsumo o en labores domésticas intensivas como cuidado, limpieza o preparación de alimentos. Incluso 90.500 de estos chicos trabajaban en más de una de estas esferas, y 12.000 lo hacían en las tres al mismo tiempo. Basta con andar por las calles de las ciudades de todo el país, y con recorrer y observar los escenarios con una mirada más abierta y penetrante que la de un simple turista para advertir que ese es el cuadro. Como ocurre en las guerras, cuando sobrevienen las crisis económicas y sociales las primeras y más numerosas víctimas son, en ese orden, los niños y las mujeres. Seres humanos reales, carnales, dolientes invisibles para una penosa mayoría de economistas y políticos, así como para científicos sociales que solo los cuentan como inspiradores de sus “papers” académicos.
Desde cualquier punto de vista que se lo examine el trabajo infantil jamás es una “vocación”
Además del rostro sombrío y brutal del trabajo infantil, existe otro aspecto de esta lacra en el que no se suele reparar, que no está cuantificado y que ni siquiera se considera trabajo, aunque lo es. En las últimas semanas ese aspecto quedó a la vista en una serie de afiches callejeros que publicitan una marca de pañales centrándose en la imagen de un nene de dos años, rubio, sonriente y resplandeciente, hijo de un famoso animador de televisión que subrogó el vientre de una mujer extranjera para convertirse en padre soltero. Desde que nació, ese bebé trabaja. Es modelo de diferentes marcas en otros tantos anuncios gráficos y televisivos, trabaja en notas periodísticas de programas farandulescos y de chimentos en la televisión y es, además de los imaginables aportes económicos de esos trabajos, un puntal en la creación de una imagen “tierna” para su padre, quien poco después del nacimiento del chico afirmó que lo convertiría “en la estrella de mi programa”. Desde una cuna diferente a la de los chicos de las vergonzosas estadísticas de trabajo infantil recogidas oficialmente, este bebé también trabaja desde la cuna. No es el único caso de niños pequeños que laboran en trabajos que no lo parecen, o que el mundo adulto elige no ver como trabajo, para no privarse de un gustito. También trabajan los chicos que compiten en concursos televisivos de canto o baile, forzados a vestir, moverse y hablar como adultos encogidos, a emular movimientos corporales que no son naturales de su edad y a entonar canciones cuyas letras hablan de experiencias adultas ajenas al mundo infantil. Trabajan los hijos de futbolistas famosos que son sometidos a sesiones de fotografía o video en las que se les inventa virtudes similares a las de sus progenitores, como si fueran pequeños clones del original y como si no tuvieran derecho a un tiempo propio, a una vocación propia y a no ser “geniales” como sus padres. Incluso trabajan esos niños y bebés a los cuales los políticos en campaña besan para la foto con el objetivo de inventarse un costado “humano”. Si se atendieran sus derechos esos niños y esos bebés deberían estar jugando en otra parte, o durmiendo, o en el jardín.
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Desde cualquier punto de vista que se lo examine el trabajo infantil jamás es una “vocación” de sus víctimas. Se trata de una perversión del mundo adulto que convierte a esos niños, niñas y adolescentes en objeto de sus propios intereses. La palabra “objeto” no es casual en este texto. En el año 1959 la Organización de las Naciones Unidas (ONU) aprobó la Declaración Universal de los Derechos del Niño, firmada y ratificada hasta hoy por 192 países (ninguna otra Declaración o Convención alcanzó esa cifra), que consagra a todos los menores como sujetos de derecho. Hace treinta años la Argentina adhirió a ella y cuenta hoy con una Defensoría Nacional (y otras provinciales) de esos derechos. Son esencialmente diez y no hay excusa para faltar a su cumplimiento, sea en el ámbito de las políticas públicas como en la intimidad de las familias. Y son incuestionables: 1) Derecho a la igualdad sin distinción de raza, religión o nacionalidad; 2) Derecho a protección para crecer física, mental y socialmente sanos y libres; 3) Derecho a un nombre y una nacionalidad; 4) Derecho a alimentación, vivienda y atención médica, 5) Derecho a educación gratuita y a atención especial en caso de discapacidad; 6) Derecho a comprensión y amor, 7) Derecho a divertirse y jugar; 8) Derecho a atención y ayuda preferente en casos de peligro; 9) Derecho a ser protegido del abandono y del trabajo infantil; 10) Derecho a recibir una educación que fomente la solidaridad, la amistad y la justicia entre todo el mundo.
No hay adulto que pueda objetar estos derechos e incumplirlos. Sin embargo, son demasiados quienes lo hacen. Dentro de un año Córdoba será escenario del Congreso Mundial sobre la Convención de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes, organizado por la Defensoría de esa provincia. Una enorme oportunidad para machacar sobre esta cuestión y para bregar por un necesario y urgente Nunca Más.
(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de intolerancia"
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