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Wes Anderson firma su filme más político: una fábula en stop-motion sobre una pandilla de canes exiliados a una isla de basura
Por PEDRO GARAY
pgaray@eldia.com
El futuro. Un futuro próximo y ominosamente familiar. Una pandilla de perros animados con stop-motion ha sido exiliada a una isla basurero. Ellos están determinados a regresar a su cómoda domesticidad, pero no parece haber más esperanza que pasar la vida en esa montaña de basura comiendo restos semi-podridos y soñando con aquellas míticas golosinas para perritos. Entonces, aparece Atari. Un chico desesperado, quizás con algún tornillo suelto, que quiere recuperar a su perrito exiliado. “¿Nos lo comemos o viene a salvarnos?”, se debate la pandilla.
Ese es el punto de partida de “Isla de Perros”, nueva cinta de Wes Anderson (llega el jueves) y primera incursión en el stop-motion desde la fantástica “Fantastic Mr. Fox”. Al cineasta texano muchos aman desestimarlo (es, después de todo, el capitán a regañadientes del barco “hipster”) pero otra vez vuelve a desafiar los casilleros que se construyen en torno a su cine y vuelve a entregar una película irresistible hasta para el más reticente. Estrena el jueves: a continuación, cinco razones para ver “Isla de Perros”.
Anderson siempre fue un cineasta meticuloso, un amante de puestas en escena como casas de muñecas, imaginadas hasta el más mínimo detalle y siempre con florituras. Pero para “Isla de Perros”, el sueño de la casa de muñecas se vuelve real: los sets en los que se mueven los muñecos caninos, de a un cuadro por vez, son sets de juguete, con cada centímetro diseñado especialmente, con cada rincón escondiendo pequeñas bromas, detallecitos, secretos y belleza.
Ese amor por lo artesanal de Anderson conmueve al espectador, inmerso en uno de sus mundos artificiales de mayor expresividad y personalidad, que ofrece un saludable antídoto al cine cada vez más digital, menos físico, más virtual.
Anderson pone su artesanato al servicio de su declaración de amor a los perros, fieles laderos, y a Japón, tierra de enigmas donde naturaleza y modernidad conviven armoniosamente. La historia de la cinta fue imaginada hace casi una década atrás, cuando el director pasó frente a la Ile des chiens y comenzó a soñar con una cinta sobre canes varados en una isla, pero se mudó a Japón tiempo después, unificándose al sueño del cineasta y sus colaboradores de homenajear a ese país.
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Las dos grandes influencias de “Isla de perros” son, en ese sentido, Hayao Miyazaki y Akira Kurosawa. Esta filiación oriental, además de poblar la película de texturas, trazos y paisajes de la cultura nipona, otorga al filme otro tempo al que estamos habituados con Anderson: menos frenesí, y mucho más silencio. Otra respiración.
Anderson incluso descartó una de sus marcas registradas: el uso del cancionero pop profundo y erudito queda limitado a un solo tema (el doloroso “I won’t hurt you”, de The West Coast Pop Art Experimental Band), mientras Alexandre Desplat construye otra banda sonora bellísima haciendo uso de los sonidos característicos (al menos desde Occidente) de Japón.
El trabajo de Anderson con lo formal se extiende a las palabras. Como siempre, están sus característicos diálogos, ametrallados a toda velocidad que brinda ligereza a algunas frases verdaderamente oscuras, meticulosamente escritos para esconder varios sentidos. También como es habitual, hay un trabajo maestro con la narración y los tiempos del relato que le permiten a Anderson dosificar el suspenso y la emoción y manejar las historias de una pandilla entera y sus rivales brindando peso emocional a cada uno, aumentando la implicación y el riesgo (todos queremos que los perritos se salven) para el espectador.
Ese amor por lo artesanal de Anderson conmueve al espectador
En estos diálogos brillantes de dobles sentidos, en esas historias contradictorias, estaba el germen del último juego de Anderson, que no traduce las palabras de los personajes japoneses sino de manera indirecta, llevando la incomprensión, ese abismo entre sus criaturas, al límite. A la vez, aunque nadie comprenda al joven Atari, todos comprenden y empatizan con sus motivos: la melancolía de las barreras de la comunicación se convierte en empatía, en un puente para unir a los que aparentemente no se pueden comprender, a los que son de procedencias, aspectos, razas diferentes. Todo un mensaje en tiempos de Trump.
El guión, en rigor, estaba escrito antes de que el conductor de su propio reality asumiera la presidencia (y dijera cosas como “estas no son personas, son animales” de los inmigrantes), pero, admite el cineasta, la película ganó actualidad y reminiscencias pesadillescas tras la elección. Anderson ha sido considerado largamente un cineasta poco político. Pero todo cine es político, también añorar tiempos quizás imaginados de mayor belleza. Este costado más militante asomó con particular intensidad en “El Gran Hotel Budapest”, donde sus planos simétricos y su búsqueda de una armonía imposible abandonaron definitivamente el terreno de lo caprichoso, del gesto, para convertirse en una declaración de principios frente a un mundo crecientemente desagradable.
Anderson admite que desde “Budapest” hay en su cine “cólera frente a cierto tipo de injusticias institucionalizadas”. Y aquel alegato es reforzado con la nada sutil metáfora de la isla de basura (que, para colmo, existe, aunque no al lado de Japón como en el filme) y el exilio de miles de indeseables a esa montaña de desechos.
Los perritos marginados “son todas las personas excluidas”, dice Anderson, sin ánimo de volverse específico: su situación, aunque retratada con artesanal delicadeza, es brutal, violenta, con sangre derramada entre ocurrentes “one-liners”. No es una película “para chicos”, reflexiona el director. Aunque sí, como todo su cine, tiene una reivindicación de la mirada infantil, además de ser una oda a la amistad y al compañerismo, a valores puros y felices que quizás nunca existieron, que quizás son utópicos, pero que vale la pena defender. Con perritos protagonistas, no podía ser de otro modo.
Hay en los perros, dice el cineasta, “una vulnerabilidad, una carencia que me conmueve profundamente”: Anderson está enamorado de todas sus criaturas, pero particularmente de estos canes doblemente desamparados (por ser perritos, y por haber sido exiliados de su vida cómoda, doméstica y rodeada de afecto), a los que retrata con cariño, picardía y su habitual ojo para el detalle que queda plasmado en cada microgesto perruno.
La película ofrece, en ese sentido, la posibilidad de verla varias veces, descubriendo morisquetas que pasaron desapercibidas y otros detalles mínimos de la puesta. Pero no van a precisar de excusas para volver a verla.
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