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La grieta, las redes y el hartazgo social erosionan la cultura del argumento. Entre las aulas platenses y las sobremesas, el debate parece en retirada. ¿Somos lo que opinamos? Qué dicen los docentes y especialistas
En las sobremesas argentinas solía haber un ritual que funcionaba como motor: la discusión.
No se trataba solo de un cruce de frases ni de una pulseada de opiniones; era un ejercicio de confrontar ideas, medir argumentos, incomodarse un poco y, en el mejor de los casos, aprender del otro. Hoy, sin embargo, esa práctica parece haberse vuelto un objeto raro. Lo que se observa en la política, en los medios o en las redes sociales ya no es exactamente debate, sino un loop de consignas que se repiten hasta el hartazgo. Y lo que se percibe en la vida cotidiana —también en La Plata, en sus aulas, bares y plazas— es, cada vez más, un cansancio: un deseo de escapar a la confrontación.
La pregunta, entonces, se vuelve inevitable: ¿estamos ante el fin de la discusión?
El concepto se instaló con tanta fuerza en la Argentina que ya parece parte del paisaje urbano. Se la nombra en campañas, en columnas de opinión, en charlas de café. Pero su poder es paradójico: en lugar de incentivar la discusión, muchas veces la bloquea. La grieta no invita a argumentar, sino a elegir bando. No abre el juego: lo clausura.
El debate se vació de sentido: nadie discute para debatir, todos hablan para reafirmar ideas
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Así, lo que podría ser una conversación política o académica se convierte en una pulseada de certezas. El otro deja de ser interlocutor para convertirse en enemigo. Y en ese escenario, el debate se vacía de sentido: nadie discute para persuadir, todos hablan para reafirmar lo que ya creen.
“Confundimos lo que somos con lo que opinamos, y a eso le sumamos que cambiar de opinión está mal visto”, dice Facundo Stazi, profesor de Literatura y Magíster en Didáctica de la Lengua, en diálogo con EL DIA. Para él, el problema central es que las discusiones se viven como combates personales: “No sos vos, son tus ideas”, recuerda, y aclara que en un debate “no debería haber un ganador, porque participar ya es ganar”.
Durante siglos, las tradiciones que moldearon nuestra cultura tuvieron en el argumento su corazón. Sócrates caminaba por Atenas desarmando certezas; Abraham discutía con Dios mismo para salvar a Sodoma. La voz disidente no era amenaza sino acto necesario. Ese espíritu sobrevivió en la filosofía, en la literatura y en las aulas, apoyadas en un núcleo común de lecturas que permitía confrontar con herramientas compartidas.
Hoy, sin embargo, esa cultura se erosiona. Las burbujas digitales, el relativismo y las identidades blindadas contra cualquier cuestionamiento conspiran contra la posibilidad de un debate real. “Necesitamos una escuela que enseñe a correr las emociones del debate, a buscar datos, a entenderlos y a generar conocimiento con esa información”, explica Stazi. Y agrega que “pensar tiene un costo, implica una responsabilidad; opinar es gratis”.
La abundancia de palabras, sostiene, no garantiza la calidad de las discusiones. Lo que está en riesgo no es la cantidad de voces, sino la profundidad de los argumentos. “En este mundo que nos pide que demos corazones y compartamos lo que pensamos sin costo, nos amontonamos entre los que piensan lo mismo y nos resguardamos del riesgo de cruzarnos con alguien diferente”, señala.
Algunas escuelas ensayan experiencias que buscan recuperar el valor del debate. “En uno de los colegios en los que trabajo, los debates se organizan hace más de diez años. Los chicos se preparan muchísimo”, cuenta Stazi, que participa como jurado. Para él, el ejercicio no es solo un desafío académico sino una lección ética: “Todo se trata de distinguir percepción de perspectiva. La percepción es personal, única; la perspectiva es poder mirar desde otro lado, incluso ponerse en los zapatos de quienes no piensan como yo”.
Pero no todo es tan sencillo en las aulas. Juan Pablo Dagnino, docente en secundarias, señala otro obstáculo: “Lo complejo, antes que la cuestión del debate, es capturar la atención de los chicos. Les cuesta cada vez más prestar atención. En algunas escuelas incluso se tomó la medida de retirarles los celulares periódicamente porque no logran concentrarse”. Para él, la dificultad pasa menos por la disposición a discutir que por la capacidad de sostener la atención en un mundo saturado de estímulos.
Mientras tanto, las redes sociales transformaron el debate en un espectáculo. Allí gana quien grita más, quien logra un clip viral, quien ridiculiza al adversario. El ring digital, que en principio parece encender la discusión, en realidad la devalúa. Ese show se filtra en la política y los medios: candidatos que prefieren eslóganes antes que ideas, panelistas que se interrumpen sin escucharse, programas televisivos diseñados para el choque más que para la reflexión.
La ciudadanía, frente a esa saturación, opta por correrse, callar, refugiarse en la intimidad. En WhatsApp familiares se evita hablar de política para “no pelearse”. En reuniones de trabajo se corre el eje hacia lo neutro. En las calles, la conversación se reduce al clima, al tránsito, al fútbol. Es la ilusión de un consenso: no discutamos para no pelear. Una tregua silenciosa que no descansa en acuerdos reales, sino en el hartazgo.
El debate, en su versión más noble, es un mecanismo democrático. No es el fin de la amistad ni el preludio de la violencia: es el espacio donde se prueba la solidez de un argumento y se ejercita la escucha. Si esa práctica se debilita, lo que queda es un vacío que puede llenarse de dogma o de indiferencia.
“En un mundo cargado de respuestas tenemos que aprender a hacernos preguntas, y esa es la base de un buen debate”, insiste Stazi. “Yo me presento frente al otro conociendo las dudas que mis certezas albergan. Dubito, cogito, ergo sum: dudo, entonces pienso, entonces soy”.
El desafío de toda sociedad contemporánea es recuperar la conversación como territorio común. Que la discrepancia no implique enemistad, que el disenso no sea vivido como amenaza. El riesgo de no hacerlo está a la vista: una sociedad que oscila entre el grito vacío y el silencio prudente. Una sociedad que, cansada de la grieta, intenta escapar a la disputa aun a costa de perder lo esencial: la posibilidad de transformar el pensamiento propio a través del encuentro con el otro.
Lo cierto es que en La Plata, ciudad universitaria por excelencia, donde conviven estudiantes de todo el país y donde las bibliotecas, los cafés y las plazas siempre fueron espacios de intercambio, la discusión parece todavía tener un lugar. Los pasillos de la Facultad de Humanidades, las mesas de los bares de 7 y 55 o las asambleas en los centros de estudiantes muestran que todavía existe un pulso de debate vivo, aunque atravesado por las mismas tensiones que marcan a la sociedad en su conjunto.
“Confundimos lo que somos con lo que opinamos, y a eso le sumamos que cambiar de opinión está mal visto”
Facundo Stazi,
profesor de Literatura y Magíster en Didáctica de la Lengua
El desafío es doble: rescatar ese espíritu sin que se convierta en una mera confrontación estéril y, al mismo tiempo, animarse a salir de la comodidad de los consensos fáciles. Volver a discutir no significa pelear, sino aceptar que las ideas cambian cuando se rozan con las de los demás.
¿Es el fin de la discusión? Quizás no. Quizás, más bien, sea el inicio de una etapa en la que aprendamos a debatir de otro modo: con más preguntas que certezas, con más escucha que gritos, con más deseo de comprender que de vencer. Porque en esa tensión —en esa fricción entre perspectivas— se juega, todavía hoy, la posibilidad de pensar juntos el futuro.
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