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Donald Trump y XI Jinping / web
Martín Rafael López
Profesor de Relaciones Internacionales (UCALP)
Tras una prolongada escalada de tensiones marcada por una serie de sanciones y represalias, el conflicto comercial entre Estados Unidos y China parece haber alcanzado su cenit. Luego de intensas negociaciones de alto nivel en Ginebra, ambas potencias acordaron un período de distensión de 90 días, durante el cual se implementará una reducción parcial de aranceles.
Como resultado del encuentro, Estados Unidos se comprometió a reducir sus aranceles sobre productos chinos del 145% al 30%, y China hará lo propio con los gravámenes a bienes estadounidenses, que pasarán del 125% al 10%.
Además, ambas partes acordaron eliminar o suspender las contramedidas no arancelarias impuestas en las últimas semanas. Entre ellas, se destaca la suspensión de los requisitos de licencia de exportación para tierras raras y minerales críticos aplicados por China a empresas estadounidenses.
Luego de semanas de creciente incertidumbre, este giro fue recibido como una bocanada de aire para la economía global y ha captado la atención de medios e inversores en todo el mundo.
Debido a los niveles de tensión sin precedentes, la gran incertidumbre y las severas consecuencias para la economía mundial, esta “guerra comercial” pareciera ser una excepcionalidad, pero en realidad la probabilidad de producirse este antagonismo entre ambas partes fue anticipada hace más de dos décadas.
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Tal es así que ya el teórico estadounidense John Mearsheimer analizaba la inevitable rivalidad que se produciría entre Estados Unidos y China por el resguardo de su seguridad nacional en su conocida obra “La tragedia de la política de las grandes potencias” en el año 2001.
Tiempo después, en el año 2017, Graham Allison también advertía que el rápido y exponencial ascenso de China y su consecuente percepción de amenaza a la dominación estadounidense creaban una situación de potencial peligrosidad.
Para arribar a tal conclusión, el prestigioso politólogo norteamericano dio cuenta de que sólo en cuatro oportunidades (del análisis de 16 casos históricos de los últimos 500 años) en que una potencia en ascenso desafió significativamente a un hegemón se pudo evitar la guerra.
Por lo tanto, para palabras autorizadas de la academia norteamericana, la rivalidad no es una novedad y una contienda al máximo nivel entre Washington y Beijing no puede descartarse en su totalidad.
Sin embargo, hay muchas cuestiones que -al menos hasta el presente- mantienen alejada esta posibilidad.
Si nos adentramos en el análisis específico de esta fase de discordia en el segmento comercial, resulta dable advertir que los consumidores estadounidenses son grandes demandantes y dependientes de la manufactura china y, a su vez, China es esencial para garantizar las cadenas de suministro globales.
Asimismo, para Beijing el mercado estadounidense es sumamente importante y toda alteración afecta directamente su propia producción y, por ende, impacta negativamente y ralentiza su crecimiento económico y desarrollo integral.
Por lo tanto, la estrategia china para la gestión de esta crisis apuntó desde un principio a la normalización de las condiciones para continuar con un desarrollo armonioso del intercambio comercial, que le permita seguir avanzando en el impulso de nuevas relaciones globales y la promoción de su liderazgo internacional.
Frente a este objetivo, la dirigencia de Xi Jinping no se manifiesta revisionista de las reglas del orden internacional y, de hecho, utiliza las estructuras del mismo para salvaguardar sus intereses. Ahora bien, es cierto que a diferencia de los últimos años, la respuesta china fue más desafiante. Las primeras represalias a lo que consideraron la instrumentalización de aranceles de forma “irracional” y como “chantaje” no solo incluyó contramedidas comerciales, sino también otras medidas como restricciones a la exportación de materiales de tierras raras; la inclusión de empresas estadounidenses del sector de defensa y tecnología en listas de control de exportaciones y entidades no confiables; el inicio de nuevas investigaciones antidumping y la suspensión de importaciones de ciertos productos agrícolas estadounidenses de exportadores específicos, entre otra variedad de cuestiones.
Del otro lado de esta compleja y volátil confrontación, EE UU se mostró inflexible y decidido a no abandonar su firme política arancelaria de limitación y contención de China.
Más allá del primer paso, ambas dirigencias eran conscientes de que la escalada de esta guerra comercial arancelaria no era factible de sostenerse en el tiempo. Y, de serlo, hubiera representado una victoria pírrica donde el costo de la victoria hubiera sido mayor que el sostenimiento de la “guerra”.
Por caso, el “arancelarismo” constituye un ejemplo paradigmático para comprender la dinámica actual de la competencia global segmentada. Aunque persiste una interdependencia económica significativa a nivel mundial, la rivalidad entre las grandes potencias se concentra en sectores estratégicos específicos -como los segmentos tecnológico, comercial, cultural, geopolítico y/o geoeconómico- donde se disputa el liderazgo global.
La complejidad de esta interacción radica en que dicha segmentación permite una intensificación de la competencia en áreas puntuales sin implicar, necesariamente, un desacoplamiento completo entre las economías. En otras palabras, la rivalidad puede coexistir con la interdependencia, generando un equilibrio inestable pero funcional.
En este escenario incierto, dinámico y cada vez más complejo, la confrontación entre los principales actores del sistema internacional se manifiesta con creciente intensidad. Estados Unidos y China, en particular, buscan espacios en los cuales maximizar su poder y consolidar su posición de liderazgo, configurando una competencia sistémica con implicancias globales.
Ante este panorama, se vuelve imperativo que los líderes mundiales asuman una responsabilidad activa en la moderación de tensiones. La contención de los efectos adversos de esta rivalidad requiere de mecanismos diplomáticos eficaces y de una voluntad política orientada al diálogo estratégico.
Como advirtió el reconocido politólogo estadounidense Joseph Nye en las conclusiones de su artículo China y Estados Unidos: Mirando hacia adelante 40 años: “No hay un futuro único hasta que suceda. El destino de Estados Unidos, de China o del mundo en su conjunto aún no está sellado”.
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