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Mientras una se resignifica como elección individual, la otra insiste en mirar las estructuras que condicionan esas decisiones. Un análisis sobre una discusión que incomoda, divide y sigue vigente. Las diferencias generacionales y conceptuales
Cada vez más mujeres discuten sobre estos términos / Freepik
Durante décadas, feminidad y feminismo fueron presentados como conceptos enfrentados, casi irreconciliables, como si uno anulara al otro. Sin embargo, se puede conservar la feminidad y ser feminista, por lo que no son polos opuestos.
En el debate público —sobre todo en redes sociales, medios y conversaciones cotidianas— esa tensión reaparece una y otra vez, atravesada por generaciones, experiencias personales y cambios culturales profundos. Sin embargo, reducir esa relación a una dicotomía simplista es desconocer la complejidad histórica, política y emocional que envuelve a ambas nociones.
La feminidad, entendida como el conjunto de atributos, gestos, estéticas y comportamientos asociados culturalmente a “lo femenino”, nunca fue un dato natural. Se construyó, se transmitió y se exigió como norma. Durante buena parte del siglo XX, ser femenina implicaba responder a un ideal específico: delicadeza, cuidado del otro, vocación doméstica, belleza como capital central y, sobre todo, adaptación. No se trataba de una elección libre sino de una expectativa social que operaba como mandato. Muchas mujeres crecieron creyendo que su valor estaba ligado a cumplir con esa forma de ser mujer, incluso cuando esa forma implicaba renuncias silenciosas.
El feminismo irrumpió precisamente para cuestionar ese orden. No para negar la feminidad, sino para desnudar su carácter impuesto. Desde las primeras olas del movimiento, el foco estuvo puesto en ampliar derechos, disputar espacios de poder y desmontar la idea de que había un único modo legítimo de ser mujer. El problema nunca fue la feminidad en sí, sino su obligatoriedad. El feminismo puso sobre la mesa una pregunta incómoda: ¿qué pasa cuando una identidad se construye sin posibilidad de elección?
Con el correr de los años, esa discusión se volvió más compleja. Hoy, feminidad y feminismo conviven en un terreno atravesado por contradicciones, apropiaciones y disputas simbólicas. Para muchas mujeres jóvenes, especialmente en la Generación Z, la feminidad dejó de ser sinónimo de sumisión y pasó a resignificarse como expresión personal: maquillaje, ropa, sensibilidad o erotismo pueden ser leídos como actos de autonomía y no como concesiones al mandato patriarcal. En ese marco, declararse feminista no siempre resulta necesario para sostener prácticas cotidianas igualitarias, y a la inversa, no toda feminidad es vista como sospechosa.
Esa resignificación, sin embargo, no está exenta de tensiones. En redes sociales conviven discursos de empoderamiento con viejas lógicas de control disfrazadas de elección individual. La pregunta por la libertad —si realmente se elige o si se reproduce un modelo hegemónico con nuevas palabras— sigue abierta. El feminismo contemporáneo, atravesado por corrientes interseccionales y debates internos, no ofrece respuestas cerradas, pero sí insiste en la necesidad de mirar el contexto: elegir dentro de un sistema desigual nunca es un acto neutral.
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Las diferencias generacionales también explican buena parte de los malentendidos. Para mujeres que crecieron en décadas donde el acceso al trabajo, al divorcio o a la autonomía económica no estaba garantizado, el feminismo fue una herramienta concreta de transformación. En esos relatos, la feminidad tradicional aparece asociada a límites que hubo que romper. En cambio, para muchas jóvenes que nacieron con derechos ya conquistados, el feminismo puede percibirse como una etiqueta rígida, conflictiva o incluso innecesaria, mientras que la feminidad se vive como un espacio de autoexpresión desligado de la obediencia.
Del otro lado, el rechazo al feminismo —particularmente entre varones jóvenes— suma una capa más al conflicto. En algunos sectores, el feminismo es leído como un movimiento excluyente o confrontativo, mientras que la feminidad se mantiene como un ideal cómodo, estético, despolitizado. Esa lectura omite que el feminismo no propone invertir jerarquías sino cuestionarlas, y que la feminidad, cuando se presenta como natural o deseable sin crítica, puede seguir funcionando como una forma sutil de disciplinamiento.
La clave, quizás, esté en correr el eje de la discusión. Feminidad y feminismo no son polos opuestos sino planos distintos. La feminidad pertenece al terreno de la identidad y la cultura; el feminismo, al de la política y la transformación social. Confundirlos lleva a falsas oposiciones: no es cierto que para ser feminista haya que renunciar a la feminidad, ni que abrazar la feminidad implique traicionar las luchas por la igualdad. El verdadero punto de conflicto aparece cuando una forma de ser mujer se presenta como la única válida.
En tiempos de polarización, la tentación de simplificar es grande. Pero si algo enseñó el feminismo a lo largo de su historia es que las identidades no son fijas ni homogéneas, y que la libertad no se mide por la apariencia sino por la posibilidad real de elegir. Tal vez el desafío actual no sea decidir entre feminidad o feminismo, sino animarse a pensar cómo convivir con ambas sin que ninguna vuelva a convertirse en mandato. Porque cuando la elección es genuina, no necesita permiso ni consignas. Y cuando la desigualdad persiste, la discusión sigue siendo necesaria, aunque incomode.
Se puede conservar la feminidad y ser feminista, por lo que no son polos opuestos
Cada vez más mujeres discuten sobre estos términos / Freepik
En los últimos años, el feminismo creció como identidad política / Pinterest
Los rasgos de feminidad no se contraponen con el hecho de ser feminista / Pinterest
La feminidad y el feminismo conviven en el espacio social / Pinterest
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