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Construye enigmas donde el cálculo rivaliza con el azar. Con escenarios en Oxford y el mito oscuro de Arthur Seldom como guía, cada relato indaga en el poder, la culpa y más
guillermo martínez, escritor y matemático argentino, premiado en reiteradas ocasiones por sus obras / web
Hay algo perturbador en volver a Oxford de la mano de Guillermo Martínez. Uno entra sabiendo que el orden —ese pequeño dios doméstico— va a durar poco.
Es que este libro, “Los crímenes de Alicia”, retoma la dupla ya mítica entre Arthur Seldom y el estudiante argentino, pero esta vez los lleva a un terreno donde la lógica tropieza con las sombras: la vida privada de Lewis Carroll.
Todo se enciende con un gesto mínimo: un papelito arrancado de un diario viejo, una frase que podría desarmar décadas de estudios sobre Carroll. Kristen, la becaria que lo encuentra, no llega a contarlo. Alguien decide clausurar su hallazgo con la torpeza brutal de un atropello.
Lo que sigue en esta obra vertiginosa es una secuencia de crímenes que parecen reclamar silencio, como si cada muerte fuese una mano que vuelve a cerrar un libro prohibido.
Martínez trabaja con esa tensión entre razón y delirio. Se aferra al policial blanco y sus reglas —pistas, inducciones, cerebros afilados— pero lo contamina con algo más denso: las zonas turbias de un escritor victoriano que fotografiaba niñas, las devociones incómodas de una hermandad que prefiere mitos antes que verdades. En esa fricción, la novela encuentra su centro; no en los cadáveres, sino en lo que la lógica no alcanza a cifrar.
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El relato avanza como un mecanismo preciso, pero lo mejor está en los intersticios: los silencios de los personajes, las sospechas no dichas, el clima que empieza a espesarse mientras las pistas se vuelven más ambiguas. Seldom —siempre en su papel de oráculo seco— arma y desarma hipótesis. El estudiante narra con la mezcla justa de admiración y distancia. Y el lector, arrastrado por esa Oxford lluviosa y ligeramente hostil, termina preguntándose si el crimen perfecto no será, como dice la novela, aquel que termina adjudicando la culpa al equivocado.
“Los crímenes de Alicia” engancha porque no se limita a resolver un misterio: lo amplifica. Es un policial en la tradición borgeana, pero con musculatura contemporánea. Una novela que abre puertas hacia zonas donde la lógica, por sí sola, ya no alcanza.

Martínez siempre entendió que el mal no grita: se insinúa. En su libro, publicado hace casi dos décadas, “La muerte lenta de Luciana B.”, esa intuición se vuelve un método narrativo.
La trama comienza de la siguiente manera: diez años después de haber sido la joven asistente de un escritor consagrado, Luciana aparece quebrada, aterrada, aferrada a la idea de que la muerte la sigue como un animal paciente. Sus seres queridos han ido cayendo uno por uno, en un orden casi matemático. Nada parece casual; nada parece humano.
La novela se sostiene sobre esa idea inquietante: ¿puede alguien planificar un castigo perfecto, invisible, irreprochable? Kloster —el escritor famoso, reverenciado, intocable— encarna esa figura ambigua donde prestigio y monstruosidad pueden compartir la misma máscara. Y Luciana, que alguna vez creyó que él era un mentor, carga ahora la sospecha de que ese vínculo fue el punto cero de su desgracia.
Martínez dosifica el horror sin estridencias. Recurre a una prosa limpia, exacta, que le permite narrar el derrumbe emocional de Luciana sin caer en golpes bajos. Lo que asfixia no son las muertes, sino la sensación de persecución: la paranoia que se vuelve método de supervivencia, la imposibilidad de distinguir el azar del cálculo. Leerla es entrar en una habitación donde cada sombra parece tener dueño.
Hay un aire contemporáneo que vuelve la novela todavía más incómoda. En tiempos donde los abusos de poder salen a la superficie, “La muerte lenta de Luciana B.” dialoga con esa agenda sin querer subrayarla: muestra el instante en que la confianza se quiebra y deja ver algo irreparable. Esa escena donde Kloster intenta besarla —la escena que reescribe la historia de ambos— sigue siendo una caja negra que no para de emitir luz.
Martínez construye, entonces, una estructura precisa, casi musical, donde cada muerte se suma a un patrón mayor.
Y obliga al lector a preguntarse si la justicia, cuando llega, puede venir demasiado tarde o deformada. Una novela afilada, que oprime el pecho y demuestra que el terror más sólido no necesita monstruos: alcanza con un hombre convencido de que tiene derecho a devolver el daño.

Antes de Carroll, antes del escándalo, antes del prestigio: hubo Oxford.
Hubo -en la prosa de Guillermo Martínez- un estudiante argentino que llegó buscando lógica y encontró un cadáver. “Los crímenes de Oxford” —la novela que abrió la saga y que le dio fama global al escritor y matemático argentino— funciona como una iniciación: la entrada a un mundo donde las deducciones son tan frágiles como las certezas universitarias.
El punto de partida es clásico: un crimen inexplicable, un símbolo que aparece como desafío, un profesor brillante dispuesto a leer lo que los demás ignoran. Pero Martínez hace algo más: convierte la matemática en un territorio narrativo. Wittgenstein, Gödel, las antiguas sectas pitagóricas: todo aparece no como erudición, sino como piezas del rompecabezas que articula el asesino.
Contada en primera persona, la novela despliega la mirada del estudiante Martín, que encara la investigación paralelo a la policía, guiado por su maestro Arthur Seldom.
Esta dupla —el joven entusiasta y el lógico que siempre parece ir dos pasos adelante— es uno de los grandes hallazgos del libro. Y Oxford, con sus pasillos húmedos, sus rituales académicos, sus retratos que vigilan desde las paredes, se vuelve un personaje más: un escenario perfecto para un crimen que juega a ser imperceptible.
Lo fascinante de la novela es que Martínez invita al lector a desconfiar. Uno sabe que hay un truco, pero no sabe dónde. La cortesía inglesa convive con un subterráneo de tensiones, rivalidades académicas y pequeñas miserias. Y en ese clima, cada pista parece una trampa más en una serie cuyo sentido recién se revela al final, como un acto de prestidigitación.
“Los crímenes de Oxford” es un policial que piensa. Una novela precisa, contenida, que entiende que el suspenso no está solo en quién mató, sino en cómo leemos los signos. Martínez logra algo difícil: hacer de la lógica un territorio emocional. Y dejar claro que, a veces, el crimen perfecto no es el que queda sin resolver, sino el que nos hace creer que entendimos todo.

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