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Andrés Salinero
Pero el Gran Macho Argentino fue más astuto que Laramuglia y todos los militares conspiradores juntos: anticipándose a un fusilamiento seguro, se atrincheró en el Ministerio de Guerra, desde donde dirigió las acciones. Perón salvó su vida, pero no pudo evitar el demencial ataque a inocentes de parte de la aviación sublevada, que dejaría unos 360 muertos y casi 1.000 heridos, todos ellos civiles que deambulaban por la Plaza de Mayo y Paseo Colón. En realidad, el ataque fue un caos, nada salió como los milicos rebeldes esperaban. Los aviones Catalina provenientes de Espora nunca se encontraron con la escuadrilla de Punta Indio, porque todos se perdieron entre las gruesas nubes sobre el Río de la Plata. Baroja, por su parte, nunca pudo hacer entrar la bomba en el Gloster Meteor Mark IV, y por lo tanto Laramuglia nunca pudo hacer explotar su bomba de tritonio, cuya carcaza efectivamente había comprado en Uruguay y bautizado Tora Tora, en las mismas narices de Perón. Todo el plan había fracasado: su sueño de un Pearl Harbor rioplatense se había hundido en las aguas turbias del estuario argentino - uruguayo para siempre por culpa de unas putas nubes y un mecánico sin ambiciones a quien todo le daba más o menos lo mismo...
Temprano a la mañana de un apacible domingo de julio, pasadas las escaramuzas mortales y relativamente aquietadas las aguas de la política, Baroja y Laramuglia se juntaron en el comedor de la base de Punta Indio, en ese momento vacío y atravesado por unos tibios rayos de sol casi horizontales que venían desde el río. Lo que se diría un día peronista. Laramuglia traía de su habitación una botella a estrenar de Jack Daniel’s, y tomó dos vasos de plástico de la barra. Parecía dispuesto a emborracharse, y a Baroja la idea no le desagradó del todo, si bien su última borrachera -al menos, la que recordaba- la había tenido en la adolescencia, cuando él solo se bajó una botella casi entera de Smirnoff, el vodka barato que solía tomar con sus amigotes punk mientras escuchaban Die Totten Hosen en el Bentley de colección de su padre.
Además del whisky, el tano Laramuglia traía un cartón de Winston, que terminaría regalándole a Baroja. Al fin y al cabo, Baroja era la única persona con la que de vez en cuando hablaba en esa base: todos los demás lo trataban de loco y lo hacían aparte.
-¿Sabe una cosa, Laramuglia? Yo a la bomba le hubiese puesto Eva, o por lo menos Potota, el yiro ése que se llevaba el Pocho a Tres Bocas, en el Tigre. Pero no Tora Tora. Creo que ahí estuvo el principal inconveniente.
-No haga chistes malos, Baroja. Por qué después no se baña, se afeita, se viste bien y se perfuma un poco, así se saca la pinta de croto que tiene y a la noche vamos al cabarute de Magdalena. Digo, si quiere acompañarme. Yo pago, no hay problema. Aprovechemos que, gracias a Perón, la prostitución es legal y nadie tiene que jugar a las escondidas ni sentirse culpable. Así, además, las chicas están sanas y no son explotadas por cualquier fiolo, vió... le aseguro que eso es muy importante para mí, aunque no me crea.
Continuará...
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