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Es la consecuencia de una mutación social más amplia: la búsqueda de autonomía en la forma de comunicarse, el deseo de reducir la exposición y la necesidad de manejar el propio tiempo
Cada vez menos personas soportan los llamados por teléfono / Freepik
En la actualidad, el sonido de un teléfono que suena se volvió casi una rareza. Aquella escena cotidiana de levantar el tubo o atender al instante el celular con un “hola, ¿quién habla?” se convirtió en una situación incómoda, casi disruptiva. Hoy la mayoría de los argentinos prefiere escribir antes que hablar, enviar un audio antes que improvisar una conversación en tiempo real, coordinar por WhatsApp en lugar de levantar el teléfono. El hábito cambió tan profundamente que no sólo se extinguieron los teléfonos fijos en los hogares, sino también el impulso espontáneo de llamar. La llamada —esa forma directa y sin filtro de comunicación— cayó en desgracia frente a la mensajería instantánea, y detrás de ese cambio hay una trama que mezcla tecnología, ansiedad, control y nuevas formas de sociabilidad.
La revolución comenzó con los celulares, pero se consolidó con las aplicaciones. En un país donde el WhatsApp se volvió una especie de extensión de la vida diaria, los datos muestran que los argentinos están entre los usuarios más intensivos del mundo. En promedio, pasamos horas conectados a la aplicación, que se transformó en el canal por defecto para coordinar trabajo, vínculos, familia, parejas y amistades. Es un espacio que mezcla lo íntimo y lo público, lo urgente y lo trivial. Allí el texto y las notas de voz desplazaron por completo al llamado telefónico tradicional, y lo que antes era una señal de cercanía —escuchar la voz del otro en tiempo real— pasó a interpretarse como una invasión o un gesto excesivo de confianza.
El fenómeno tiene raíces sociales y psicológicas profundas. La llamada, dicen los especialistas, exige algo que hoy escasea: disponibilidad. Obliga a detener lo que uno está haciendo, interrumpe, fuerza a una respuesta inmediata. En cambio, los mensajes escritos o las notas de voz permiten administrar el tiempo propio y el ajeno. Se puede leer, borrar, pensar la respuesta, enviarla más tarde o directamente ignorarla sin conflicto. Esa comunicación asíncrona, que antes podía parecer fría o impersonal, se convirtió en la forma dominante porque respeta una nueva regla tácita: cada quien se comunica cuando puede, no cuando el otro quiere. En tiempos de hiperconectividad, paradójicamente, la gente busca controlar sus momentos de desconexión.
Pero no se trata sólo de horarios o costumbres. Hay también un componente emocional y de ansiedad que explica por qué tanta gente evita atender llamadas. Cada vez más jóvenes —y no sólo ellos— sienten cierta incomodidad ante la idea de hablar por teléfono. Temen no saber qué decir, quedarse en silencio o simplemente exponerse sin la protección que ofrece la pantalla. La llamada en vivo no se puede editar, no se puede ensayar, no se puede corregir. Frente a eso, el texto ofrece un refugio: se puede escribir, borrar, reescribir, revisar antes de mandar. La comunicación se volvió un acto más curado, más controlado, pero también menos espontáneo.
Las notas de voz aparecieron como un punto intermedio entre la llamada y el mensaje escrito. En Argentina son un verdadero boom: permiten hablar sin escribir y sin interrumpir. Hay quienes mandan audios de varios minutos, como si fueran mini monólogos. Su éxito radica en que conservan la calidez de la voz sin las presiones del tiempo real. En los últimos meses, incluso, WhatsApp incorporó la función de transcribir esos audios, lo que eliminó la última barrera para su expansión: ya no hace falta escucharlos, basta leerlos. Las plataformas entendieron la tendencia y se adaptaron a ella, reforzando un modelo de comunicación que privilegia la flexibilidad, la comodidad y la posibilidad de elegir cuándo y cómo responder.
Las videollamadas, por su parte, ocuparon un lugar diferente. Crecieron durante la pandemia y se consolidaron en ámbitos laborales, educativos o familiares donde la presencia visual importa. Pero son planificadas, requieren agenda, buena conexión, cierta preparación. Ya no son la llamada casual de quien marca un número porque necesita hablar; son una reunión digital. En cambio, los mensajes —sean textos, stickers, emojis o audios— forman parte de una conversación constante, fragmentada y ubicua que se extiende a lo largo del día y atraviesa todas las esferas de la vida.
Lo que está en juego no es sólo una cuestión tecnológica, sino una transformación cultural. La comunicación ya no busca tanto la inmediatez como el control. En un mundo saturado de estímulos, los argentinos aprendieron a elegir cuándo exponerse, cuándo escuchar, cuándo contestar. Ese derecho al tiempo propio, que antes no existía en la lógica de la llamada, hoy es un valor central. Llamar sin avisar se percibe casi como una intromisión. En cambio, mandar un mensaje con la frase “¿te puedo llamar?” se volvió una etiqueta básica de cortesía digital.

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Detrás de este cambio también late un nuevo modo de vincularse emocionalmente. Las relaciones se construyen a través de chats interminables, emojis que reemplazan tonos de voz, audios que condensan confesiones o reclamos, fotos y memes que actúan como gestos de cariño o de humor compartido. Es un lenguaje híbrido que combina texto, imagen y sonido, donde la palabra hablada perdió centralidad pero ganó contexto. La llamada, en ese sentido, se volvió casi ceremonial: se reserva para los momentos importantes, urgentes o íntimos. Nadie llama para cualquier cosa; se llama cuando hay algo que realmente importa.
Hay quienes lamentan esta pérdida, sostienen que sin llamadas se empobrece la comunicación y se debilita la empatía. Pero otros la celebran como una evolución natural de los tiempos. Lo cierto es que el teléfono, ese artefacto que alguna vez simbolizó la conexión entre las personas, hoy es apenas una de las muchas puertas posibles. Los jóvenes que crecieron entre mensajes y redes sociales ya no sienten nostalgia por el timbre de un teléfono fijo. Para ellos, la voz no necesita cables ni tono de discado: vive en audios, podcasts, videollamadas o transmisiones en vivo. Y en ese universo digital, la llamada tradicional suena como una melodía de otra época.
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