

Uno de los últimos instantes de John Kennedy con vida. Luego ocurriría el atentado que terminó con su vida / wikipedia.org
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El crimen de Julio César. El atentado que desembocó en la Primera Guerra Mundial. Múltiples coincidencias en los atentados contra Lincoln y Kennedy
Uno de los últimos instantes de John Kennedy con vida. Luego ocurriría el atentado que terminó con su vida / wikipedia.org
Marcelo Ortale
Marcelo Ortale
El asesinato de gobernantes y políticos fue utilizado desde siempre en la historia de la humanidad y es una amenaza cotidiana para el poder. Condenable muchas veces, justificado en unas pocas, el magnicidio -la eliminación de un príncipe, rey, presidente o personalidad muy influyente- forma parte de muchos planes forjados para cambiar el curso de los acontecimientos.
Puñales cargados de odio, venenos insidiosos y ya en la modernidad revólveres, ametralladoras, fríos fusiles de largo alcance y hasta granadas fueron usados para estos homicidios, que dejaron huellas indelebles en la historia.
Los historiadores coinciden en elegir al denominado “atentado de Sarajevo”, registrado el 8 de Junio de 1914, como el que alcanzó mayor repercusión política en la historia.
El 8 de junio de 1914, un nacionalista serbio mató a tiros al archiduque de Austria, Francisco Fernando, heredero del la corona del imperio austrohúngaro y a su esposa la condesa Sofía Chotek. El atentado ocurrió en Sarajevo, capital de Bosnia y Hersegovina.
Ese magnicidio desembocó en una rápida declaración de guerra de Austria contra Serbia y terminó desencadenando la Primera Guerra Mundial, que involucró a las mayores potencias europeas, duró cinco años y causó la muerte de alrededor de 10 millones de personas y el saldo de 20 millones de heridos.
La literatura no estuvo ajena a lo que ocurrió a partir de Sarajevo y dejó testimonios imperecederos sobre el crimen y la deshumanización de lo que sobrevino. Entre muchos otros dejaron desgarradores testimonios las novelas y ensayos filosóficos de Erich María Remarque, Ernest Hemingway, Ernst Junger, Henri Barbusse y Stefan Zweig
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Mahatma Gandhi y años después su hija Indira; Martin Luther King; John Kennedy, Abraham Lincoln; Alejandro Magno; Luis XVI; el emperador romano Julio César; el archiduque Franz Ferdinand, el Zar Nicolas II y su familia; Aldo Moro; el ejecutado Benito Mussolini; numerosos presidentes de Centroamérica y América del Sur; jerarcas soviéticos; jeques, mandamases de los cinco continentes. La historia es rica en magnicidios.
Protocolos de seguridad que se cumplen a rajatabla, coches blindados, guardaespaldas, hoy existen distintos procedimientos y sistemas para proteger de atentados a líderes políticos, religiosos o culturales. Pero bien se sabe que, al menor descuido, todo ese despliegue puede derrumbarse como un castillo de naipes y que en la movediza multitud de pronto se ve brillar un arma.
William Shakespeare, el máximo, se sintió atraído por el magnicidio del emperador Julio César, apuñalado por senadores romanos entre los que se encontraba su hijo, Bruto. Y compuso una obra que lleva el nombre del emperador asesinado, considerada entre las más perfectas de la dramaturgia.
Se ha dicho que Shakespeare no tomó partido por César ni por sus homicidas. Que lo que quiso fue exponer el drama y dejarle a los tres protagonistas principales -Julio César, su hijo y Marco Antonio- que cada uno defendiera su rol.
Cuando Shakespeare la escribió en 1559, aquella Inglaterra -si bien vivía una suerte de edad de oro- no dejaba de ser un muestrario de intrigas, de luchas por el poder y de cortesanos traidores.
No le costó mucho identificar ese contexto propio de la época isabelina con la del imperio romano. El magnicidio aparece entonces en su obra como un corolario inexorable. César muere asesinado y y eso es menos dramático que el clima que se vivirá después en la cima del imperio. Vendrán guerras y otras conjuras. Los seres humanos fueron idénticos todo el tiempo, es uno de los mensajes que dejó Shakespeare.
Uno fue presidente de los Estados Unidos en el siglo XIX (Abraham Lincoln) y el segundo ocupó ese mismo cargo, pero en el siglo XX (John Kennedy). Ambos fueron asesinados a balazos. Pero allí no terminan las extrañas coincidencias, habidas entre estos dos resonantes magnicidios. Fueron enumeradas en distintos trabajos literarios y periodísticos.
Ambos fueron electos como presidentes en el ‘60. Ambos ganaron primero una banca para la Cámara de Representantes de los Estados Unidos en el ‘46. Los dos perdieron la nominación de su partido para la vicepresidencia en las elecciones del ‘56.
Ambos presidentes fueron el segundo hijo de sus padres. Lincoln y Kennedy fueron sucedidos por sureños demócratas apellidados Johnson, nacidos en el ‘08. Todos estos años de siglos distintos, claro.
Los dos se enfrentaron a los problemas de la población negra estadounidense y declararon públicamente su punto de vista sobre el asunto en el ‘63.
A ambos presidentes les dispararon en la cabeza: a Lincoln a quemarropa y a Kennedy a distancia. A los dos presidentes les dispararon en presencia de sus esposas. A ambos les dispararon un viernes.
A Lincoln lo balearon en el Teatro Ford. A Kennedy le dispararon estando en un coche Lincoln, un modelo de limusina de la compañía Ford. Ambos asesinos, John Wilkes Booth y Lee Harvey Oswald, fueron asesinados antes de ir a juicio.
Lincoln y Kennedy tienen 7 letras, y cinco sílabas en su nombre completo (contando el segundo nombre de Kennedy).
Los nombres de sus homicidas, John Wilkes Booth y Lee Harvey Oswald, tienen quince letras cada uno.
Cabría añadir otra curiosidad: las personas mayores, que vivían cuando fue asesinado Kennedy, recuerdan casi todas –perfectamente- qué estaban haciendo cuando se enteraron del atentado. No ocurre con otros casos.
El magnicidio como resultante, siempre voraz, siempre inexhausto, encontró en la Nicaragua de 1956 un caso que se volvió famoso. Fue cuando el joven poeta Rigoberto López Pérez consideró que había llegado la hora de eliminar al dictador de ese país, Anastasio “Tacho” Somoza, cuyos dos gobiernos se vieron teñidos por denuncias de crímenes y actos de corrupción.
De modo que el poeta se hizo de un revolver, fue a un acto público y allí le acertó cuatro de los cinco tiros que le disparó a Somoza. La guardia de Tacho replicó de inmediato y mató al poeta con 50 disparos.
Poco tiempo después el diario más importante del régimen llamó a un concurso de poesía en homenaje a Somoza y el que venció fue un poeta llamado José Santos Reyes, con un poema lleno de elogios a la vida y obra del dictador. Lo curioso fue que se trató, sin la intención de los editores, de una burla editada con bombos y platillos, ya que con la primera letra de cada uno de los versos se formaba el nombre “Rigoberto López Pérez”, es decir que, en realidad, se trató de un homenaje al poeta que había matado a Somoza.
El régimen revisó cielos y tierras, pero nunca se encontró al autor. El pueblo, inclusive, empezó a convencerse de que el poema lo había escrito el propio Rigoberto López Pérez. Nunca un magnicidio tuvo en la historia un final tan literario.
A ambos presidentes les dispararon en la cabeza: a Lincoln a quemarropa y a Kennedy a distancia
Se ha dicho que Shakespeare no tomó partido por César ni por sus homicidas
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El secuestro y asesinato de Aldo Moro que sacudió Europa / web
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