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Mariano Pérez de Eulate
mpeulate@eldia.com
Sergio Massa regresó de su gira por Estados Unidos como si hubiera ganado el mundial de Qatar. Exultante y autopercibido como más fortalecido de lo que estaba antes de irse, que era bastante. Es probable que, hacia adentro del Frente de Todos, así sea: hace rato que el eje de poder interno se ha desplazado hacia el ministro de Economía, en término de gestión, y hacia Cristina Kirchner en relación al liderazgo político. Todo esto, claro, en desmedro de la autoridad del presidente Alberto Fernández.
En su rol de nuevo hombre fuerte del gobierno, Massa fue al centro del poder mundial, básicamente, a decir lo que allí querían escuchar luego de la desprolija saga de las salidas de Martín Guzmán y Silvina Batakis de Economía, que abrió una lógica incertidumbre en el Norte.
Se presentó como un interlocutor confiable y le fue bastante bien si se ven las fotos de sus reuniones, distribuidas por sus asesores de prensa como si fueran chupetines: se juntó con la jefa del FMI, Kristalina Georgieva; con Jake Sullivan, el asesor de Seguridad de la Casa Blanca; con Juan González, el hombre que le habla a Joe Biden sobre América Latina y, sobre todo, con Janet Yellen, la secretaria del Tesoro, que era la figurita más dificil.
En términos simbólicos, pues, Massa logró capitalizar la idea de que para el gobierno norteamericano y los organismos de crédito él es más predecible y ejecutivo que el kirchnerismo duro, aún cuando integran la misma alianza gobernante.
Pero en la práctica se trajo, sobre todo, promesas: que en algún momento cercano antes de fin de mes le aprobarán la revisión de las metas del programa acordado con el FMI, lo que permitirá el giro de unos 4 mil millones de dólares del propio Fondo; y que se destrabarán créditos pendientes con bancos multilaterales que engrosarán las escuálidas reservas del Banco Central. Y también se vuelve con exigencias: básicamente, que implemente reformas y siga con la senda del ajuste para estabilizar la economía, sin desviarse en el próximo año electoral. Lo mismo que han escuchado sus antecesores.
Massa trabajó vínculos en los Estados Unidos durante años y por fin le llegó el momento de aprovecharlos en su viaje reciente. Son relaciones que, en el ala dura del kircherismo, sirven para ironizar sobre el verdadero sillón presidencial al que responde el ministro: si el de allá o el de acá. Chicanas fuera de micrófono que jamás se harán públicas.
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En todo caso, la ironía ilustra lo que está pasando en el gobierno: el kirchnerismo ha aceptado que Massa es la última bala que le queda para tratar de domar el desmadre económico y, por lo menos hasta que se largue en serio la carrera electoral, le obsequió la botonera. Y aceptó incluso realidades que históricamente estuvieron reñidas con su credo político e incomodan: como el recorte del gasto público en áreas sensibles o la devaluación selectiva para el campo, conocida como el dólar soja.
Por cierto, la medida llevó calma a la economía. Ingresaron más divisas por la liquidación de las cerealeras exportadoras de soja que decidieron aprovechar el nuevo dólar a 200 pesos, una mejora del 41% respecto al oficial. Pero no será gratis, como detalla cualquier economista que se consulte: el Banco Central deberá imprimir billetes para cubrir esa brecha y esos pesos, para evitar un efecto inflacionario devastador, deberán ser recuperados a través de la emisión de deuda en Leliqs. Un dato: el BCRA ya adeuda por esa vía casi 8 billones de pesos.
Pero, además de darle la botonera de las decisiones ingratas, el kirchnerismo le entregó a Massa la faena de hacerse cargo del ajuste. De poner la cara. Algo que el ministro ha venido esquivando por esa habilidad que tiene para vestir todo con la ropa de las buenas noticias. La gestión con la tijera, la distancia que le dio el viaje larguito a Estados Unidos y, ahora, la confección del presupuesto 2023, le sirven al ministro para alejarlo de la incomodidad de tener que apoyar explícitamente la cruzada dialéctica cristinista contra la Justicia y los medios de comunicación que se desató con el alegato de la fiscalía en la causa Vialidad.
Desde ese día, Cristina se dedicó a endurecer aún más su núcleo duro. Y fue un insumo esencial para ella, y también legítimo para la militancia que la adora con pasión, el demencial intento de atentado contra su vida que día a día revela escenas más estrambóticas. Volcada a un entendible remolino emocional, la vicepresidente -la persona con más peso político del Gobierno- encuentra una justificación razonable, casi inatacable, para no tener referirse a la economía, a las tarifas, o al dólar soja. Es por ese silencio que Massa tuvo que responder mil veces en Washington si Cristina realmente apoya todo lo que él estuvo prometiendo.
Massa también se vuelve con exigencias: reformas y que siga con el ajuste
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