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Wanda Nara, Mauro Icardi, y la China Suárez / Web
SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)
Se deben a su público y no lo están defraudando. Wanda Nara, la China Suárez y Mauro Icardi son eso que hoy se conoce como “famosos” y “celebridades”. Ni fama ni celebridad tienen que ver en casos como estos con prestigio, autoridad o reconocimiento. Ser famoso o alcanzar celebridad en la sociedad contemporánea es algo que se consigue por medio de la obscenidad, según la define el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, radicado en Alemania, en donde ha producido la totalidad de su obra.
En “La sociedad de la transparencia”, uno de sus agudos y reveladores ensayos, Han dice que lo obsceno es lo transparente que no oculta nada. No por sinceridad, sino por afán de exponer la propia intimidad hasta en sus mínimos detalles, para alcanzar así la ilusión de existir.
A esto se refiere también la antropóloga argentina Paula Sibilia en su libro “La intimidad como espectáculo”. Escribe allí: “Esta repentina ansia de visibilidad, esa ambición de hacer del propio yo un espectáculo puede ser una tentativa más o menos desesperada de satisfacer un viejo deseo humano, demasiado humano: ahuyentar los fantasmas de la soledad”.
Las redes sociales se convirtieron en las dos últimas décadas (especialmente en la última) en una inmensa e inabarcable vidriera en la que se exhiben desvergonzadamente egos, intimidades, relaciones, imágenes, tatuajes, fotos trucadas e intervenidas para mejorar apariencias, confesiones que convierten a las personas en productos ansiosos de cosechar “likes” que les hagan creer que son admiradas, que no están solas, que, valga repetirlo, existen.
El doctor Luis Chiozza, verdadera autoridad en la conexión entre cuerpo y mente, cuyo libro más reciente (“Lo que nos hace la vida que hacemos”) es un despliegue admirable de sabiduría en la observación de lo cotidiano, apunta que la salud de esas redes es víctima de un círculo vicioso “que se establece cuando la condición de ‘influencer’ se adquiere por el procedimiento espurio de decir, con lamentable ingenio, únicamente aquello que a un número muy grande de personas le agrada escuchar”.
De esta manera confluyen dos caminos en la estampida de quienes huyen de la soledad. El de lo famosos, celebridades o ‘influencers’ ofreciéndose obscenamente, y el de sus seguidores (o fanáticos, como también gustan llamarse o ser llamados), que necesitan alimentarse de vidas ajenas y están pendientes de ellas las veinticuatro horas de los siete días de la semana, con ojos y narices hipnóticamente capturados por las pantallas que los aíslan del acontecer del mundo.
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Unos y otros conforman una sociedad virtual de prestaciones y contraprestaciones (te ofrezco mi vida a cambio de que me mires, te miro a cambio de que me ofrezcas tu vida para salvarme de la mía) cuyo fin último es ocultar, disimular y anestesiar el vacío de sus existencias.
Entonces, advierte Han, el mundo se convierte en un mercado en el que se exponen, venden y consumen intimidades. Esa exposición es pornográfica, según el filósofo surcoreano, que define a la pornografía como el fenómeno que elimina toda mediatización entre el ojo y aquello que ve. La pornografía excede lo sexual (o genital) y se extiende a todo el ámbito de las relaciones humanas, en las que ya no hay metáfora, simbolización, imaginación, misterio, representación e incluso poesía. Todo es explícito, chato, obvio, elemental. Como si se hicieran un harakiri, los famosos e ‘influencers’ muestran (o “filtran”, según la neolengua de las redes) sin el menor pudor las tripas de su vida, incapaces de vivirla y resolverla en espacios íntimos, ajenos a la mirada voraz de quienes pagan por el espectáculo con su propio tiempo de vida.
Nara, Suárez, Icardi y tantos otros de los que suben al escenario para cinco minutos de atención antes de que la próxima “celebridad” o ‘influencer’ reclame su turno y los empuje a la desesperación del silencio o la indiferencia, no necesitan destacarse en ninguna actividad que no sea esta. De hecho, una es solo famosa gracias a fotos de semidesnudos e infidelidades a cielo abierto, la otra es una actriz (¿lo es?) apenas discreta y él un futbolista de segunda línea (lejos de los Messi, los Ronaldo, los Mbapé, los Neymar, etc.) que se destaca sobre todo por sus escándalos. Basta conque expongan lo que el público pide. Y en un país azotado por la inseguridad, en el que asesinatos atroces se suceden día a día ante la indiferencia de quienes deben prevenirlos, en el que la salud fue dejada a la deriva durante casi un año de pandemia, donde la pobreza ya alcanza a casi la mitad de la población y no se detiene, donde la importancia de la educación se despreció sin disimulo, donde la corrupción permanece impune, donde logros laborales y empresariales que costaron años de esfuerzos y esperanzas sucumben día a día, donde la mitad de la población vive de changas (cada uno en su actividad), ellos se ganaron espacios, atención y titulares que muchas, muchísimas, de las víctimas y protagonistas de todo lo enumerado en este párrafo no consiguen.
Sus infidelidades, sus confesiones, su impúdico exhibicionismo se impusieron, como un analgésico del peor pronóstico, al dolor de una realidad en la que los horizontes están empañados.
Pero no es su responsabilidad. Si alcanzan esa visibilidad, esa audiencia, esa posibilidad de seguir convirtiendo sus nombres y andanzas en surtidores de jugosos contratos, de portadas, titulares y minutos y horas de aire y de pantalla, se lo deben a quienes consumen de modo adictivo lo que ellos ofrecen. Se necesitan dos para un tango, dice un viejo refrán. Ellos se deben a su público y no lo defraudan. Les dan la posibilidad a ese público masivo de sentirse juez, de moralizar, de envidiar, de identificarse, de chismosear como si estuviera transmitiendo verdades comprobadas y, sobre todo, de tapar, olvidar, desviar, negar o postergar sus propias miserias.
De sentirse cada uno capaz de tirar la primera piedra, puro de cuerpo, de alma, de mente y de historia personal. Como si de manera irónica y curiosa, los famosos, célebres e ‘influencers’ al desnudar su intimidad se inmolaran por los pecadores anónimos. Patético “martirio”.
En su clásico libro “Amor líquido”, el filósofo y sociólogo polaco Zygmunt Bauman (1925-2107) apunta que los estándares del amor son hoy bajísimos, lo que permite ponerle ese nombre a relaciones que nada tienen que ver con ese sentimiento.
El “amor líquido” es el que no cobra forma, no permanece, no echa raíces, no trasciende y, como el agua, se escurre por las alcantarillas. Es el que tiñe a relaciones fugaces, hedonistas, en donde el otro solo existe como instrumento, como proveedor de satisfacciones inmediatas. De lo contrario es rápidamente descartable. Ni siquiera son relaciones. Se trata simplemente de transacciones. Por lo tanto, casi ni se puede hablar de infidelidad. Apenas de contratos (como los que se dan entre un futbolista y un club, sin sentimiento por la camiseta) que se rompen o se actualizan mientras no aparezca un mejor postor. De eso trata el vodevil que se robó los ratings, los titulares y los “top trendings” en los últimos días. Así es la era del vacío.
(*) Escritor y ensayista, su último libro es "La ira de los varones"
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