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La cinta, un sólido filme de aventuras, repite, a la hora de las emociones, la espectacularidad vacía de otras entregas de la saga
Mano a mano: T’Challa contra su sobrino, en uno de los tantos combates del filme / outnow
Pedro Garay
pgaray@eldia.com
“Pantera Negra” es un sólido filme, uno más de la factoría Marvel, que parece no fallar nunca. Un poco extensa y formulaica, la película de Ryan Coogler es más que lo que anuncia su campaña de marketing (una película sobre el poder negro, protagonizada y realizada por artistas negros): es un disfrutable y clásico relato aventurero que incluye debates sobre política y economía, sobre el destino manifiesto de las naciones avanzadas, y sobre tradición y modernidad, y que también rescata algunas dicotomías históricas de la cultura negra, como la reacción frente a la opresión, pero que consigue tejer estos debates en los arcos narrativos de los personajes, volviéndolos más tridimensionales que meros estereotipos. Su villano, por ejemplo, es bastante más interesante, aunque por momentos exagerado, que los típicos monstruos azules que el estudio busca superar.
Pero también es cierto que en la necesidad del estudio de introducir cuestiones relevantes y actuales (parece que hay que tener razones “profundas” para hacer filmes de aventuras) la acción por momentos se estanca, no fluye, se convierte en una sucesión de momentos de debate “serio” que se intercalan con una sucesión de “set pieces” (hay de todo, desde peleas mano a mano al borde de una cascada mortal a combates aéreos en espectaculares naves salidas de videojuegos futuristas), que completan uno por uno los pasos necesarios del tradicional camino del héroe.
Sin embargo, a las películas de Marvel en general les ha faltado uno de los pasos más relevantes: en el famosos recorrido descripto por Joseph Campbell el momento de quiebre es el de “muerte y resurrección”. Se trata del momento donde el héroe culmina su etapa de dudas y comienza su regreso al hogar, y el cine ha escenificado a la perfección este crucial punto de quiebre con los montajes de entrenamiento, algunos de los momentos más emblemáticos del séptimo arte: Rocky pasa de dudar y abandonar una carrera a ganarle al veloz Apollo, Batman emerge del literal descenso en las profundidades y consigue dar el “salto de fe” para escapar de la prisión en la que lo puso Bane, y así.
En “Pantera Negra”, sin embargo, el protagonista simplemente toma un mágico elixir, y resucita renovado. No suda, no sangra, no hay una mejora física que es metáfora o vehículo de un crecimiento metafísico. Cuando vemos cómo se hacen carne en nuestro héroe sus tribulaciones, empatizamos mucho más con él: si el camino de T’Challa carece de fuego y pasión, en el eje está ese problema.
Se trata de un tema recurrente en la franquicia: los héroes de Marvel adquieren poderes mágicamente, sin sudar, y esos poderes no están regulados, parecen ser tan poderosos como precise la trama: se adaptan para hacer entretenida cualquier pelea, sea contra cinco lacayos descartables o contra un ser intergaláctico.
El combate cuerpo a cuerpo se ha tornado en un problema para la saga superheroica: sus personajes pelean, pero nunca sabemos quién es más fuerte, y por lo tanto por qué es emocionante. Las peleas repiten coreografías espectaculares donde los protagonistas pasan de estar virtualmente empatados (porque por el vértigo de la edición la audiencia no entiende mucho más que “están peleando”), a estar uno al borde de la muerte, a un nuevo giro que coloca al héroe en posición ventajosa.
Y no es una técnica secreta, alguna valiosa enseñanza de un mentor o una resiliencia construida con meses de entrenamiento lo que permite al héroe sobreponerse a su rival, sino la necesidad del guión de que triunfe el bien: el combate físico se vuelve así una sucesión de giros bonitos donde siempre triunfa el que tiene que triunfar para que la trama avance.
Siempre admiré en este sentido la estrategia narrativa de “DragonBall Z”. Los personajes cuantificaban su energía en un numerito, el ki, que le explicaba rápidamente a la audiencia quien era el favorito -generalmente el villano-, y para empatar ese numerito, veíamos durante capítulos enteros a nuestros héroes entrenando en una gravedad 100 veces mayor a la nuestra. El escenario estaba servido para combates que cambiaba de rumbo varias veces para generar suspenso, pero los giros siempre estaban justificados por algún elemento que ya había sido introducido en la trama.
En el universo Marvel, en cambio, todos, desde los humanos que disparan flechas hasta los seres mágicos de Asgard, parecen estar empatados al enfrentarse en batalla, porque el suspenso de sus películas así lo precisa. T’Challa y Killmonger, por ejemplo, alternan en “Pantera Negra” momentos donde, según la necesidad del filme, son mucho más fuertes que su némesis, y de repente son mucho más débiles, sin explicación.
Pero no hace falta cuantificar con un número quién es el más fuerte entre dos para advertir sobre los riesgos y la emoción de un combate: el número mágico de “DragonBall” lo único que hace es conectar a tierra a estos personajes, volverlos vulnerables y terrenales, algo que puede hacerse con otros procedimientos. De hecho, Marvel lo hizo ya en sus series de TV: en “Daredevil”, las coreografías de combate de la vieja escuela prescindían de volteretas y efectos especiales, eran físicas y realistas. El efecto de cada golpe que sentía nuestro héroe lo sentíamos nosotros, y también él. Si el riesgo se siente real, el interés del espectador se multiplica.
Pero Marvel apuesta crecientemente a la espectacularidad, y la mayoría de los combates terminan protagonizados por seres de goma creados por computadoras: la inversión emocional ante algo tan descarademente ficticio, por supuesto, es nula, algo que no aplica solo al combate cuerpo a cuerpo, sino a todas sus escenas de acción, cada vez más explosivas, coloridas y vertiginosas, pero carentes de gravedad.
Todo esto no es culpa de “Pantera Negra”: pero lo cierto es que mientras más se reproducen los fuegos artificiales predeterminados en la pantalla superheroica, más se distrae el espectador espiando el celular.
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