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Netflix estrenó el viernes la nueva película de Alice Rohrwacher, una historia sobre un santo moderno que remite a Visconti y Fellini
“Lazzaro Felice”, disponible en Netflix / Netflix
Pedro Garay
pgaray@eldia.com
Lazzaro puede ser un muchacho bonachón y ingenuo, el famoso “buenudo” (producto, en su caso, de una vida de aislamiento y explotación), o, según quien lo mire, un santo, con ese rostro (el del actor que lo encarna, Adriano Tardiolo) asombrado y transparente y esa sonrisa inocente y luminosa: en “Lazzaro felice”, Alice Rohrwacher promueve esta segunda lectura como una apuesta política frente a un cine (y un mundo) cínico, misántropo y dividido.
“Lazzaro felice”, otra maravilla poética y flotante de la directora de “Las maravillas”, llegó el viernes a Netflix el viernes, el servicio on demand que persigue el prestigio de los premios y el cine de autor y que suma en diciembre dos historias que parecen contrastar con buena parte de su oferta, que sigue la corriente nihilista y violenta de la actualidad: tanto “Roma” como la cinta de Rohrwacher escapan a los enfoques, tiempos y respiraciones post-posmodernos.
La cineasta italiana, de hecho, echa mano abiertamente del pasado, como aferrándose a una inocencia siempre mítica pero necesaria: rodado en el viejo soporte analógico del Super 16mm (algo de ese formato se percibe en su versión digital a la carta) en busca de texturas anacrónicas y granuladas (“en una época en la que nos asfixian las imágenes replicadas y multiplicadas, el cine todavía puede destilar, cuidar, jugar con la mirada, sorprender y sorprenderse”, dice), su filme está atravesado por los mitos religiosos (su Lazzaro inocente hasta la santidad y resurrecto) y populares de Italia, acercándose al cine de Pasolini o Ermanno Olmi, pero también aparecen Visconti y De Sica y sus retratos neorrealistas en la pintura de los márgenes italianos.
Pero así como no hay piedad falsa y autocelebratoria en su recuperación de la santidad, el retrato de los descastados es mágico y liviano, y por allí se asoma Fellini. O quizás vemos todas estas influencias porque Rohrwacher, que más que un cóctel de influencias construye una visión personal y poética de la realidad, es italiana.
La directora también se apropia de la historia real en que se basa su historia: una marquesa mantiene engañada a una población campesina, a la que la hace trabajar en condiciones de esclavitud bajo la pretensión de que las leyes todavía les exigen tributar a sus señores feudales.
Allí vive Lazzaro en la película, que durante su primera parte es un retrato coral donde Rohrwacher demuestra su talento para retratar los intersticios de esos microuniversos (cualquier familia) de reglas particulares e inescrutables para quien no es parte de la logia. La regla principal que rige en aquella comunidad aislada es que, al final, todas las tareas las debe hacer el pobre Lazzaro que, sin resignación, con un genuino deseo de ayudar, se levanta y va.
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Pero entonces Lazzaro cae por un barranco. Si hubiera que ponerse en espíritu de diciembre, de armar listas, uno podría decir que la secuencia de la caída y la resurrección es una de las más bellas del año. Pero no hace falta entrar en comparaciones siempre un poco ridículas.
Tampoco adelantaremos qué ocurre después, en ese giro anticipado por el carácter santo de su protagonista: basta decir que al despertar, Lazzaro encuentra un mundo nuevo. Pero las mismas miserias, los mismos engaños, el mismo sometimiento.
Es que como señala la Marquesa de Luna en la cinta, y como explicó la directora en Cannes, ayer los señores feudales, hoy los bancos, pero siempre hubo explotación. “El ser humano siempre está dispuesto a explotar a otros seres humanos”: Rohrwacher quiso ahondar en esta idea y contar una tragedia pero de manera “ligera y libre”: la ligereza se apoya fuertemente en su protagonista levitante, que se eleva por sobre la sociedad y la suciedad.
Encarnación de la pureza y la bondad, Lazzaro puede ser para una mirada cínica (la que prepondera en el cine hoy) un pelele. Pero lo que pide Rohrwacher a los espectadores “es que recuperen su inocencia y que vean este filme de manera inocente”: en el rostro del desencanto moderno, Rorhwacher utiliza a su Lazzaro como un arma política, un arma de paz y bondad para reconstruir una sociedad sin solidaridad ni empatía. Y siempre explotada.
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