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Alejandro Castañeda
Alejandro Castañeda
Volvió el Festival de Tango al Pasaje Dado Rocha. Y volvieron los abrazos. No es poco. Se sabe que el dos por cuatro anda de capa caída: sus poetas están cabreros por tener que tachar gran parte de sus creaciones a pedido de un patrullaje feminista que ve un villano en cada estrofa. Y su repertorio se viene desinflando, acusado de cursi, mal hablado y anacrónico, aunque sigue siendo la cadencia barrial sobre todo de una veteranía que se resiste a darle el adiós a las tabas, la nostalgia y los abrazos. Canyengue o refinada, su ritual exige modales, pilchas y ceremonias que le dan marca y contenido a la velada. Ellas, con tacos, polleras apretadas y maquillajes trabajados, se presentan como señoras coquetas que salen a la pista a mostrar lo que tienen y lo que saben. Y ellos se las ingenian para que el espejo y el ropero no les jueguen en contra.
Otra vez el Pasaje fue el gran escenario de una celebración anual que sólo la pandemia prohibió durante dos años, pero que ahora, vacunados y anhelantes, recuperó a esos bailarines que reencontraron en viejos compases esa sinfonía romántica que nunca renace pero jamás muere. Aquí no se va a escuchar. Se va a otra cosa. Los grandes poetas no están invitados a este festival anual. El tango revive allí sus mejores noches y hasta la luna suburbana de Manzi se asocia a una fiesta barata, puntual y sencilla que aporta una pausa sensiblera y querendona a este país de milongas tristes y eternas.
Los bailarines descifran bien juntitos los secretos de una danza enredada, difícil y retorcida… como la vida
Fue una velada con fragancia de barrio bueno que con sólo saber mirar se hizo completa
El tango tiene su reglamento. Nada de principiantes, porque aquí se viene a bailar. No es para divertirse ni hacer trencitos, sino para revivir un diálogo entre dos cuerpos acompasados, un formato que le da intimidad a esos tres minutos de aprietes permitidos que desafían la coreografía tanguera. Hay todo un ritual que la sostiene: las mujeres que alquilan tacos altos y se agregan brillos. Le dan franco a las zapatillas, al jean y se esmeran para lucir atractivas y dispuestas. La hombría se prepara, se ajusta el cinto y elige. Y cuando salen a la pista, se ponen serios y en trance para empezar a descifrar bien juntitos los secretos de una danza enredada, difícil y retorcida… como la vida.
Muchos de ellos no tienen otro baile que convoque tantos recuerdos. Y llegan como pueden desde distintos parajes para disfrutar esta ceremonia con aroma esquinero. Ver un tango bien bailado es un espectáculo en sí mismo. Este escenario, que pelea en desventaja ante ritmos modernos, conserva la misma sencillez de los bailes de ayer, sin efectos especiales y oliendo a lejos. Su puesta en escena es como una tregua festiva que obliga a cada pareja a concentrarse en lo suyo, dejando que la música acaricie oídos y piernas, y que -como aconsejaba Alberto Castillo- “mezclando el aliento/cerrando los ojos/ pa’ escuchar mejor”, para no tentarse oyendo otra cosa que no sean los latidos de los fueyes y de su acompañante.
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El baile, sin duda, está hecho para que ellas se luzcan. ¿Pero dónde están estas mujeres los días de semana? Alguno cree que Alberto Alba -el presi de los tangueros platenses- las tiene guardadas y en cada festival las manda otra vez a la pista. La coquetería callejera despliega aquí buenos exponentes y mejores recursos. Cosificadas o no, recuperan femineidad. Escotes, peinados, tajos bien pensados, todo ayuda para que las piernas viajen como nunca a ese ninguna parte donde el tango siempre las espera. Fue una velada con fragancia de barrio bueno que con sólo saber mirar se hizo completa. Un reencuentro para los que bailan, para los que saborean música y para los que contemplan complacidos los pasos firmes de estos danzarines. Se vio de todo. Desde la pareja veterana que ya se conoce hasta los tropezones, hasta el exagerado firuletero que se concentra tanto mirando al suelo que se olvida de que lo mejor está más arriba.
Los ritmos que desfilaron esa noche son soportes esenciales que están allí para inspirar bailarines. La cosa es olvidarse un rato de lo que pasa afuera y permitir que a la sombra de cada tango bien bailado el cuore se anime a jugarle unos boletitos a la esperanza para tratar de aprovechar esa carga perdida de afecto y cercanías.
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